Las reputaciones, de Juan Gabriel Vásquez


¿Las reputaciones? ¿Acaso cuentan para algo en nuestra escala de valores colectiva? Esta profunda reflexión moral e indagación psicológica sale airosa de un reto dificilísimo en este tipo de ficciones: no caer en la moraleja, mantenerse en ese espacio difuso que existe entre la simple y superficial exposición de hechos y la efectiva condena de personajes y actitudes. Vásquez se conforma con profundizar en los motivos, con insinuar sin afirmar resueltamente. Para ello indaga en el pasado de sus criaturas y encuentra indicios de lo que pudo provocar sus actos, se enfrenta al influjo que los artistas y propagadores de opinión –esos ejecutores de vergonzantes linchamientos que caen en el error o la indiscreción con seguridad aplastante– ejercen sobre el criterio del público, investiga acerca de esos virus que se extienden a veces con la complicidad de unos y la indiferencia de otros, simplemente porque satisface a la mayoría, divierte a unos cuantos y es fuente para algunos de pingües beneficios.

Las reputaciones, una cuestión de plena actualidad en este mundo (perversamente) mediático ¿A alguien le importa destruirlas? En España, concretamente, con la excusa de la reconquistada libertad de prensa, asistimos desde hace décadas a espectaculares y crueles linchamientos. No obstante, que la vida privada de la gente –por muy conocida que esta sea–  se exhiba alegremente en los medios, de ningún modo puede considerarse libertad de expresión sino una vulneración del derecho a la imagen que, excepto si afecta a su propia persona, pocos parecen entender.
Las reputaciones recrea la vida y milagros de Javier Mallarino, caricaturista colombiano de éxito, su ascensión de la nada al Olimpo, desde el que ejerce su (para él, inalienable) derecho a impartir justicia. Al colocar su profesión por encima de todo, renuncia a la pintura, su auténtica vocación, no hace nada por impedir la erosión de un matrimonio que, sin embargo, nunca dejó de añorar, y le aleja de su única hija a medida que avanza en su endiosamiento. Para cimentar su carrera, Javier emulará a Ricardo Redón, su antecesor e ídolo, del que poco sabemos pero que, como le ocurrirá a él en la generación siguiente, tuvo en sus manos las reputaciones, y con ellas el futuro, de los más populares y poderosos del país. Ese antecedente le proporciona inmunidad y le sitúa en la cumbre, pero un incidente sin importancia amenaza con ponerle al otro lado, con convertirle en involuntario émulo de Cuellar –el político que tuvo la desgracia de perder la fama años atrás–, llevándole a anticipar una posible e inminente aniquilación, como persona privada y como personaje público, que acabaría con todo el andamiaje sobre el que se ha construido su persona.
El camino hacia el éxito del personaje culmina –en lo que considero la escena central de la novela– con ese efusivo homenaje que lo encumbra aún más, si cabe, pero donde se encuentra el germen que provocará su derrumbe solo unas horas después, aunque solo sea ante sí mismo, aunque el descrédito público sea pura aprensión de alguien que aún tiene mucho que perder. Y esto, precisamente, es lo que le redime, al menos a los ojos del lector, pues su postura final –dentro de un desenlace abierto que cada cual completará como tenga a bien– es indudablemente honesta, y su gesto manifiesta a las claras que sus actitudes anteriores estaban provocadas por una persistente ceguera que le impedía calibrar las consecuencias de sus actos y no por la mala fe que podría suponerse.



“… Él simplemente había puesto en marcha el mecanismo, sí, él había encendido el fuego y luego se había calentado las manos… Y ahora le tocaba el turno. No importaba quién tuviera la razón de su lado. No importaban la justicia o la injusticia. Solo una cosa le gustaba al público más que la humillación, y era la humillación de quien ha humillado. Esta tarde Mallarino llegaba a darles ese placer (…) dejaría de ser la autoridad moral que era en este momento para convertirse en un barato mercader de rumores, un francotirador de las reputaciones ajenas. Alguien así no puede andar suelto. Alguien así es peligroso.”


Vásquez/Mallarino antepone en importancia los recuerdos del futuro –es decir, las anticipaciones– a los auténticos recuerdos. Son estas quienes están a nuestra espalda ya que no podemos verlas, mientras que aquello que ha ocurrido se expone directamente a nuestra vista. Es, por tanto, el futuro, en detrimento del pasado, lo que debe importar. Las certezas no importan, nuestros temores y esperanzas se cimentan en aquello que ignoramos. Esa es una de las cuestiones sobre las que reflexiona esta novela corta. La otra, obviamente, es la injusticia.



“Lo arrogante era simular o incluso codiciar esas certidumbres como si pudiera ya no solo estar seguro de lo que vio el mismo, sino de lo que vieron los otros, los que ahora, veintiocho años después, se encontraban ausentes o desaparecidos, o en todo caso mudos. La memoria de los otros: ¡cuánto daría en ese momento por una entrada a ese espectáculo! Allí, pensó Mallarino, tenían origen nuestra insatisfacción y nuestras tristezas: en la imposibilidad de compartir con los otros la memoria.”


De ambas, injusticia y memoria, habla Vásquez al mostrar la venda que cae de los ojos del difamador cuando comprende que está a punto de convertirse en difamado. Es entonces cuando el personaje lo entiende todo, cuando, tras cuarenta años de orgullosa impunidad, siente que se le cae el alma a los pies. Es entonces cuando puede ponerse en lugar de sus víctimas pues, no nos engañemos, los que ejercen la crítica social, a veces, sufren un proceso en el que, envueltos en una malsana y exagerada prepotencia y, con la connivencia judicial y del público, se creen con un incuestionable derecho a entrometerse en todo lo que concierne a quien tiene la mala suerte de encontrarse en su punto de mira, a publicarlo todo, incluso las cuestiones más íntimas, a ridiculizarlo en su totalidad, no solo sus actos censurables o polémicos. Descubrimos que lo de menos es conocer la verdad, lo que importa es que la función continúe en el espacio mediático.
En la novela, el lector nunca llegará saber, pero entra en juego una conciencia, la del protagonista, y con ella la inseguridad que produce comprender que se puede haber caído en la calumnia, haberse ensañado con alguien que quizá fuese inocente, sin base alguna, guiado por mínimos indicios que, no obstante, destruirán una carrera, una familia y hasta la vida del que, para su desgracia, cayó de mala manera en las garras mediáticas.

No es esta una obra de contenido social, su análisis no se realiza desde un punto de vista colectivo. Es más bien intimista y filosófica pues lo que interesa al novelista es la forma en que un posible error influye en quien lo cometió, de qué forma cala en su conciencia, cómo se enfrenta al hecho de haber sido un ejecutor sin alma más que un justiciero omnisciente, como él mismo parece haber creído hasta entonces.

PUBLICACIÓN: 2013 – PREMIO ALFAGUARA 2011 – EDITORIAL ALFAGUARA (COLECCIÓN HISPÁNICA) – PÁGINAS: 144 (aprox.)

Comentarios

  1. Si es verdad que es difícil hablar de reputaciones y no caer en la moraleja o la moralina. Pero también es muy dificil que un difamador termine por verse en el lugar de las victimas y comprenda (lo más fácil es que se agarre a que es una injusticia, un error, que los demás se equivocan, etc.)

    Apuntado para ver el desarrollo que le da Juan Gabriel Vásquez. Saludos.

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  2. Hola Ana.
    Sí, es difícil creer que alguien reconozca sus errores con esa contundencia, pero ese desarrollo del que hablas a mí me ha parecido coherente. Cuando lo leas me dirás.
    Nos leemos

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