El ángel esmeralda, de Don DeLillo
Cualquier
autor posee, como es lógico, sus propias claves. Leer a DeLillo, a pesar de su aparente
sencillez, consiste en embarcarse rumbo a su mundo particular, un mundo que se
parece mucho al real, por eso en un principio sus narraciones dan la impresión
de ser casi lo mismo que salir a la calle (o entrar en un recinto) y mirar, tan
despojada de prejuicios nos parece su visión. Incluso en algún momento creemos
inexistente esa mediación autoral a la que tan acostumbrados estamos. Pero también
esto es un engaño –en realidad, toda ficción lo es– pues esa pretendida
objetividad es una forma como otra cualquiera de mostrarnos el pedazo de
realidad que ha elegido. (Y no es una imagen gratuita: en algunos de sus
relatos es como si atisbásemos personajes y escenario a través de un boquete en
la pared). No negaré, pues, su evidente realismo pero no solo se condiciona al
lector eligiendo referentes, también –y probablemente de forma más efectiva–
quitándolos de su vista.
Aunque
esto no excluye el asombro. Vemos, por ejemplo, parejas intercambiables a causa
de un simple overbooking aéreo que da lugar a que, en unos minutos, cambien radicalmente
entorno y perspectivas, como si se hubiera hecho tabla rasa de la realidad
anterior y la única solución fuese empezar de nuevo, estrenar una vida
diferente aunque muy similar a la anterior. Quizá sea a esto lo que alude la creación de su título. Lo que extraña no
es tanto la rapidez con que el protagonista se adapta a las nuevas circunstancias
sino su aplastante naturalidad, esa aparente falta de preocupación ante un retraso tan largo en relación con sus
anteriores proyectos que a la mayor parte de la gente en sus circunstancias le
supondría un trastorno enorme. Otra situación que estimamos difícil de asumir para
los personajes es la de los dos astronautas, solos en medio del espacio, sin
ninguna afinidad entre uno y otro. La soledad, el largo espacio de tiempo que,
se intuye, les queda todavía por delante, así como cierta inquina recíproca
inquietan al lector, que llega a sentir en la piel sus incomodidades
respectivas; sin embargo el narrador, que, no lo olvidemos, es quien nos
suministra los datos, se muestra indiferente, inmunizado contra una sensación
tan molesta, probablemente porque hubo tiempos peores, porque la guerra ha
significado una mejora en cierto modo, porque, a fin de cuentas, no hay nada
peor que el totalitarismo:
“…Qué cosa tan interesante es un corte de pelo, cuando lo piensas. Antes de la guerra había franjas temporales reservadas a tales actividades. Houston no solo tenía todo planificado con mucha antelación sino que constantemente nos monitorizaba en busca de cualquier exigua información que de ello pudiera resultar. Nos cableaban, nos grababan, nos escaneaban, nos diagnosticaban, nos medían. Éramos hombres en el espacio, objetos dignos de la más escrupulosa atención, los más profundos sentimientos y desvelos.”
Se
trata de nueve piezas de épocas diversas agrupadas en tres partes. La segunda
comienza con El corredor, una lente
en movimiento que ve y piensa, cuyo enfoque el lector registra a través de la
cámara que DeLillo pone a su disposición. Aquí se evidencia y crítica con toda
claridad la falsedad de las apariencias. También en el que da título al volumen,
uno de los más recientes, se traslucen las intenciones del autor. Además de
oponer las fascinantes personalidades de la monja joven y la anciana, este nos
muestra la acuciante necesidad de creer en algo que asalta a cualquiera que
tiene muy poco a lo que aferrarse en la vida y un escaso bagaje cultural a
cuestas. Ambos relatos presentan un desenlace más cerrado que la mayoría, sendas
conclusiones añaden un sentido al argumento. Probablemente es una deformación
mía pero encuentro este tipo de narración mucho más satisfactoria. Por eso el
temor, la inseguridad que manifiesta La
acróbata de marfil me parecen magistralmente expresados, ese paralelismo
entre la protagonista y la figura de la acróbata es magnífico y muy expresivo, sin
embargo lo encuentro fallido en su conjunto. Una sensación subjetiva, repito,
que probablemente esté basada en el prejuicio de que las novelas pueden tener
un final abierto pero los relatos deben sorprender.
Sin
embargo, y a pesar de las diferencias de ambiente y desarrollo, todos tienen
algo en común, en ellos se encuentra oculta alguna cosa espeluznante que nos
pone la piel de gallina y hasta consigue hacernos temblar. La sensación de
exactitud, de que todo encaja, palabras, ambiente, personajes, escenario,
sentimientos, divagaciones, constituye también una constante.
La
tercera parte es la más reciente y con la que más he disfrutado. Hasta cierto
momento, me encantó esa historia de corruptos financieros, adictos tecnológicos
y locutoras precoces que es La hoz y el
martillo, aunque tengo la impresión de que poco a poco pierde fuelle, como
si todo el edificio construido hasta entonces se hubiese quedado sin propósito.
Y remata con una explícita declaración de principios que, en este caso,
encuentro innecesaria. Medianoche en
Dostoievski, inmediatamente anterior a este, muestra un motivo que se
repite en otros puntos del volumen, esa insistencia metaliteraria que
manifiesta el funcionamiento de las mentes creadoras, la elección de modelos de
carne y hueso, el papel que juega la vida real en la elaboración de las
historias. Es divertido, conmovedor y hasta tiene su punto de suspense, pero
incluso aquí ese final tan abierto me ha decepcionado un poco. Baader-Meinhof escoge un asunto bastante
trillado, pero el paralelismo establecido aquí entre la relación ocasional de
una pareja y la violencia que aparece en los óleos consigue oponer sus
respectivas actitudes vitales añadiendo riqueza a lo que cuenta. Aún así, de
este apartado, es el que me ha gustado menos.
Y,
puestos a inquietar al lector, ¿qué podemos pensar de una construcción como La hambrienta reflejando una vida sin
objetivos que intenta compensar con esas idas y venidas constantes? La
personalidad obsesiva que tiene por objeto al cine acaba convirtiendo al
personaje en perseguidor y hasta un poco voyeur?
También en él DeLillo maneja excepcionalmente la intriga pero tampoco este
desenlace logra colocarse a la altura del resto de la historia.
Aclaro
que se trata de decepciones relativas, porque estas pequeñas obras de arte, de
las que todo narrador debería aprender, son como manjares exquisitos, y si nos
saben a poco se debe, precisamente, a su excelencia.
THE
ANGE ESMERALDA (RECOPILACIÓN PUBLICADA EN 2011) - EN ESPAÑA: 2012 - EDITORIAL
SEIX BARRAL (BIBLIOTECA FORMENTOR) – TRADUCCIÓN: RAMÓN BUENAVENTURA - PÁGINAS:
240
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