La cabeza de plástico, de Ignacio Vidal Folch



Algunas escenas de esta magnífica sátira del arte contemporáneo son sencillamente hilarantes, la recreación de esa retórica –banal, enrevesada y todo lo cicatera que podemos suponer a pesar de su aspecto pseudocientífico– resulta difícilmente superable. Vidal Folch ha logrado fabricar con esta novela la cabeza de plástico que hubiese podido desactivar el entramado existente en el momento de su publicación si la literatura tuviese hoy día alguna influencia en el entorno. Pero esto no funciona así. Sin embargo, el autor apunta certeramente y da en el blanco mientras se ríe a carcajadas y nosotros con él. Nada más.
Pero también nada menos, porque lo cierto es que se ha atrevido a sacar a la luz una serie de cuestiones que pocos han desempolvado con tanta contundencia. Aunque, feliz mente no es el único, recuerdo ahora un ensayo del colombiano Carlos Granés titulado El puño invisible. A Vidal Folch la ficción le sirve para mostrar de forma diáfana en qué consiste el mito del arte sin rebajar su propia exigencia de calidad. Todo lo contrario, La cabeza de plástico se manifiesta como un artefacto narrativo perfectamente construido, ameno, rápido pero no apresurado, que nos mantendrá intrigados desde el principio y que posee todos los ingredientes para hacernos disfrutar a conciencia.
Para muestra un botón de la inane cháchara de esos sumos sacerdotes, omnipotentes e incontestables, personificados en Cees Wagner:



“… su Tienda de campaña, como toda obra polisémica, admite múltiples lecturas: promueve, acabamos de verlo, una reflexión sobre la identidad; (…) la obra habla de nuestra intimidad, de nuestros secretos, de nuestra necesidad de revelarlos y preservarlos. Pero también es un homenaje a las lenguas (…) el enigma del lenguaje, sustancia misma de la humanidad, podríamos decir, más allá, o más acá del sentido: la palabra como hecho artístico, como primera estética abstracta (porque, bien pensado, qué eran para nuestros antepasados las letras del alfabeto, sino los primeros códigos abstractos) y como milagro divinizador de nuestra condición contingente. Al fin y al cabo, hablamos con los demás por delegación, con quien nos gustaría hacerlo es con Dios, ese inexistente, esa ausencia, ese no-ser. Querríamos habitar su abandonado palacio de invierno, frío como el corazón del diamante. O por lo menos visitarlo, entrar, más allá de las estrellas y de la muerte, en la cámara secreta de sus tesoros y dejar que nos bañe su fabulosa luz.”


Todo eso para describir un pedazo de tela en el interior de la cual se reúne un conjunto de personas que hablan idiomas diferentes. ¿Se puede decir menos con mayor palabrería?
Pero nos encontramos aún en pleno planteamiento de la trama –mucho antes de que esta se vaya haciendo cada vez más trepidante– y es el momento de sentar las bases de lo que se nos está contando. Cuando Wagner habla consigo mismo sobre el probable escándalo que está a punto de protagonizar debido al capricho de un niño mal criado con tanto afán de venganza como de protagonismo, llega a decir lo siguiente revelando así su endiosamiento:


“… aunque la pieza de Kasperle no descubriese ninguna escena escandalosa de su vida privada (…) a poco bien resuelta que estuviese, a poco graciosa que fuese, le iba a hacer daño. Gobernar el Arte (…) requería una presencia monumental, un aura de respeto universal y autoridad incontestada, de Pontífice. Y lo peor que puede sucederle a un Pontífice no es que se declare un cisma, o que sus diáconos sean torturados en alguna provincia africana, percances que están dentro del orden de las cosas y lo confirman; lo peor es que le pisen el borde de la casulla festoneada de hilo de oro, tropiece y se caiga derramando el cáliz, mostrando los calzoncillos y le revés de los dogmas peludo y blando. Y si a él se le perdía el respeto, si caía en el ridículo, levantarse de nuevo a las alturas que pacientemente había escalado a lo largo de diez años sería poco menos que imposible.”

Entre los muchos aciertos narrativos destacaría el tratamiento que se da al oponente, a ese Kasperle que, durante muchas páginas, no es otra cosa que un enigma. Primero se van desvelando algunos rasgos de la instalación que tanto puede dañar al autodenominado sumo pontífice. Más tarde, se nos coloca ante ella para describirla  minuciosamente. Pero todavía no hemos conseguido ver al personaje. Ni nosotros ni el propio Wagner que, aparentando indiferencia, dedica todo el día a buscarle convulsiva y desesperadamente.
Queda alguna cuestión menor sin resolver que, más que tácticas premeditadas, parecen puntos débiles del argumento. Por ejemplo, no se nos explica lo que sucedió cierto día fatídico que, bajo ningún concepto puede salir a la luz. Una vez acabada la lectura, hemos visto que desvelarlo no cambiaría nada, entonces ¿por qué abrir una puerta que nunca va a cerrarse? Tampoco se aclara gran cosa de la relación de Kasperle con Mirjana Pilic/Santa Victoria, personaje singular y con un potencial enorme del que apenas se saca partido. Ni el origen del ataque repentino que sufre Lammers, el amigo cuya conversación con el protagonista tan reveladora resulta al lector. En ella ambos se sinceran, se despojan de disfraces y retóricas para confesarse mutuamente su condición de títeres de rango superior en una representación absurda de la que a esas alturas, según ellos mismos admiten, resulta imposible escapar.
Es lo que tienen los callejones sin salida, cuando se entra en ellos nadie sabe si podrá darse la vuelta.


PUBLICACIÓN: 1999 – EDITORIAL ANAGRAMA (COLECCIÓN NARRATIVAS HISPÁNICAS) – PÁGINAS: 120

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