Un cadáver entre plato y plato, de Tom Hillenbrand
Mientras preparaba una
semana de literatura gastronómica para otra ubicación de más renombre, apareció
esta novelita y la leí. Ahora, convencida de que allí no viene mucho a cuento
pero que de todas formas no le falta cierta gracia, me decido a ofrecerla a
quienes han llegado hasta Orlandiana transitando
por los insondables recovecos de la nube.
Si por novela de
calidad entendemos aquella en la que el autor habla de sí mismo, de sus
sentimientos, frustraciones y miedos, de sus ideas, de la fisonomía social de
un lugar, o bien del pasado y el futuro de sus gentes, aquí no encontraremos
nada que se le parezca. Pero lo que se requiere de cualquier producto –sea cultural
o recreativo– es que sea eficiente, que cumpla la función para la que fue
concebido. Y en este caso estamos ante un artefacto policiaco, dignamente construido,
cuyo protagonista no es más que el modesto testigo ocasional de un crimen que, por
pura casualidad, acaba convertido en detective
amateur.
El mundo de la cocina,
sus sagrados tabernáculos, los rituales que se ejecutan en él o la feroz
competitividad que planea sobre todo el que ha alcanzado categoría de gurú
gastronómico aparece reflejado con mayor o menor fidelidad. (No seré yo quien
juzgue el parecido con el modelo que retrata: doctores tiene la iglesia gastronómica que conocen el
mundillo mucho mejor que yo).
La novela se lee bien, frase
recurrente para advertir que estamos ante una lectura sencilla. Pero este no es
exactamente mi caso, a mí no me gusta lo fácil por el mero hecho de serlo, ha
de estar bien escrito y fundamentado, cualidades que no faltan aquí y que son
las que me inducen a divulgarla. Porque, prefiero lo modesto en su modestia que
esas obras con demasiadas pretensiones que, jactándose de existir, aburren a
las ovejas y no llevan a ningún sitio. Aunque, no nos engañemos, lo que
interesa es resolver la autoría del crimen –y a poder ser sus circunstancias– cometido en la persona de un crítico
gastronómico, así como la desaparición de varios chefs y la total devastación, debida
al fuego, de otros tantos restaurantes de alcurnia.
Y por el hilo se saca
el ovillo, para resolver el misterio de la cadena de desapariciones primero hay
que buscar la causa. La encontramos bajo la apariencia de esa especie de santo grial, de mítico tesoro que tanto
juego ha dado en la literatura oral y tan prolíficos ríos de tinta ha hecho
correr en la ficción de corte popular forjada en todas las épocas. En este caso
toma la forma de exótico ingrediente –pero históricamente su apariencia ha sido
de lo más diversa: talismán, bebedizo, sortija, recinto maravilloso, palabra
mágica y hasta solución de enrevesados enigmas– o prodigiosa sustancia capaz de
potenciar de forma extraordinaria el sabor de cualquier alimento. El encargado
de averiguar los tejemanejes del malo –entendiendo
por tal aquel capaz de cometer las fechorías más siniestras si esto le
proporciona la receta exclusiva y los pingües beneficios que ello acarrea–, el encargado de hacerlo,
digo, por obra y gracia de los hados culinarios, es, como en cualquier fábula
ancestral, el actor más inocente del reparto, quien todavía conserva las manos
lo suficientemente limpias, alguien con menor ambición que el resto, o que, en
lugar de dinero a toda costa, lo que valora de verdad son las ventajas de una
vida tranquila y saludable, aquel que se ha mantenido al margen de la demencial
carrera hacia el éxito.
En medio de esa serie
de avatares, de avances y retrocesos en la búsqueda, se incluye –¡cómo no!– una
incipiente historia de amor. O, más bien, un discreto esbozo de mutua seducción
entre el cocinero aprendiz de investigador y la bella propietaria de una
prestigiosa revista del ramo.
Aventuras –nunca
fabulosas sino ancladas en la realidad–, planteamientos éticos aunque sin
moralejas demasiado evidentes, acción más o menos trepidante, sorpresas
frecuentes, convierten este thriller en recomendable a cualquier edad a partir
de la adolescencia y lo vuelven accesible a todo tipo de público. Incluso quienes
cuentan con un gran bagaje lector pueden alternarlo con obras más sesudas pues
constituye un buen método de descanso y relajamiento de neuronas habitualmente demasiado ajetreadas. Y
es que, a veces, en la variedad está en gusto.
TEUFELSFRUCHT - PUBLICACIÓN: 2011 - EN ESPAÑA: OCTUBRE/2013 (EDITORIAL GRIJALBO - RHM) - TRADUCCIÓN: ALBERT VITÓ I GODINA - PÁGINAS: 272
Lo leí este verano ¡qué agobio tú! A partir de ahora, cada vez que me preparen unas lonchas de bacon con huevos o que pruebe unas costillas asadas, no podré evitar la idea de que me están adulterando el sabor. (¡¡Hummm!! ese maravilloso -y falso, y altamente pernicioso- sabor a asado de leña)
ResponderEliminarMILÚ
Puede ser. Acabas con ultrasensibilidad hacia los sabores artificiales y eso es muy sano, la verdad.
ResponderEliminarVenía ahora de otro blog de comentar algo parecido a lo que comentas, que hay libros que cumplen su función y eso es tan de valorar como cuando un libro es una joya literaria. Libros que literariamente no pasarán a la historia, pero dentro de su función de entretener, son honestos y lo hacen con dignidad. A mí me gusta tener en cuenta este tipo de libros porque, es verdad, a veces la neurona necesita relajarse, que es una y con tanta tarea se fatiga ;)
ResponderEliminarGracias y un saludo!
Bueno, yo llegué a él por casualidad, buscando una obra de asunto culinario, y la verdad es que me esperaba otra cosa. No cumplió con su función. Para eso necesité leerme otro (que he reseñado más tarde), pero lo acabé porque me estaba divirtiendo,
EliminarNo es excesivamente profundo pero la trama está bien construida y te enteras de unos cuantos detalles sobre los entresijos de la alta cocina que no sé si están bien documentados o son especulaciones del escritor pero que un poco sí que te hacen pensar.
Yo tampoco soy mucho de libros sencillos -pero sencillo o fácil de leer, no quiere decir malo-. Siempre se pueden encontrar buenas lecturas entre libros que no aparenten ser muy sesudos. Me pensaré el leerlo.
ResponderEliminarPues sí, anímate y luego nos lo comentas. No creo que te decepcione porque, más o menos, ya sabes lo que te vas a encontrar. Yo, la verdad, me lo pasé muy bien.
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