Divagaciones sobre Poeta en Nueva York de F. G. Lorca

Ilustración de Lorca para Poeta en Nueva York
Vamos, volvemos o giramos en torno a los versos de este poemario inclasificable. Sobrevolándolos unas veces, como si nos arrastrásemos sobre raíles, otras. El estallido de las imágenes impresiona nuestra retina con tanta intensidad que acaba endureciéndola, para entenderlas no es preciso iniciarse. Tan solo hace falta un poco de atención y cierta (e innata) fantasía.

El hervidero que alojaba la mente del poeta apenas tiene parangón; la literatura escapa por sus poros, toda sensación, pensamiento, ojeada, se transforma en espléndidas imágnes que trascienden cualquier esquema conocido desde el momento en que pasa por su tamiz  particular.

Ricardo Senabre, en su magnífico estudio titulado Claves de la poesía contemporánea1, advierte de que calificar de libro a Poeta en Nueva York resulta en cierto modo engañoso, ya que no tiene en cuenta que se publicó póstumamente, que en consecuencia la ordenación de los poemas hubo de ser ejercida por manos extrañas. Las correcciones duraron nada menos que seis años pero Lorca murió sin acabar de darles una forma que se pueda considerar definitiva, de ahí que de algunos poemas se conserven diversas versiones no habiendo quedado ninguna que pueda calificarse de canónica.

Gran parte de las interpretaciones de la obra se basan en lo que el propio Lorca desveló en diversas conferencias sobre su periplo por Estados Unidos, pero existen dudas sobre su fiabilidad. En muchos casos, el autor pudo fantasear, dar forma literaria al sentido de su propia literatura, modificar, quizá inconscientemente, las pistas sobre su complejo proceso mental. Nadie más autorizado que él para hacerlo, pero esto no debe equivocarnos. Tengamos en cuenta, además, que un texto –mucho más si es poético– contiene en sí mismo diferentes lecturas: el estímulo inicial que lo engendró –que puede ser múltiple e incluir influencias literarias–, el significado, uno o varios, que le atribuye más tarde el propio poeta, amén de otros sentidos, más o menos subliminales, que rastreará, ocasionalmente, la crítica. Sin olvidar el eco, individual e intransferible, que se produce en cada experiencia lectora, incluso en cada nueva revisión que realiza un lector determinado. No olvidemos, además, que un poema es como un chispazo, la expresión de un momento irrepetible y que, a veces, ni siquiera el autor puede recrear con absoluta exactitud el mecanismo que ocasionó el alumbramiento (y posterior remate) de esa intuición inicial que, tras cobrar forma según unos modelos prefijados y otro aleatorios, acabó finalmente convertido en arte. Es posible que la verdadera interpretación –la que únicamente un Freud con facultades adivinatorias podría haber aportado– no sea descubierta nunca, ni siquiera por el propio creador en persona. En cualquier caso, no debemos hacer mucho caso a Joyce: reflejar con exactitud cada detalle de los derroteros de la mente, por mucho que él se empeñe en afirmar lo contrario, resulta de todo punto imposible. Puede ocurrir también que, al menos a grandes rasgos, el poeta conozca el proceso de sobra y no le dé la gana de explicarlo.

El sentido general que le atribuye Miguel García Posada2 es muy razonable, pero se trata de una interpretación circunscrita al conjunto del poemario:

“El poeta quería articular un discurso complejo que fundiera la visión de la ciudad con sus preocupaciones más íntimas. Por eso, el orden que se nos ha transmitido repite, mutatis mutandis, el del Poema del cante jondo, un orden donde se dibujan las etapas de una peregrinación simbólica.”
Así que limitémonos a disfrutarlo y abstengámonos de interpretar.   


Yo vi por los establos donde la noche dobla
tallos de luz bermeja sobre pajas podridas,
una llaga rompiendo la pupila del mulo
y una lluvia de arena por los ojos del buey.
*
Y he visto por el valle de la inmóvil gacela
donde erizos y gotas y botones fulguran,
lenguas acribilladas y látigos de ortiga
en los árboles blancos de la nuca y el iris.
*
Y he visto más, he visto quemarse limpias frutas
bajo un olor que manan mariposas podridas,
y he visto la pavesa de una fe que llenaba
con chopos de coral un cuadrante del cielo3.
De Nacimiento de Cristo


Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos
y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro
para fingir una muerta semilla de manzana.
El aire de la llanura empujado por los pastores
temblaba con un miedo de molusco sin concha4.
De Danza de la muerte


Era mi voz antigua
ignorante de los densos jugos amargos.
Lo adivino lamiendo mis pies
bajo los frágiles helechos mojados.
(…)
Dejarme pasar la puerta
donde Eva come hormigas
y Adán fecunda peces deslumbrados.
Dejarme pasar, hombrecillos de los cuernos,
al bosque de los desperezos
y los alegrísimos saltos.
(…)
Quiero llorar diciendo mi nombre,
rosa, niño y abeto, a la orilla de este lago,
para decir mi verdad de hombre de sangre
matando en mí la burla y la sugestión del vocablo.
(…)
Así hablaba yo.
Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes
y la bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando.
Me estaban buscando
allí donde mugen las vacas que tienen patitas de paje
y allí donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios5.
De  Poema doble del lago Eden





(1)    Claves de la poesía contemporánea. De Bécquer a Brines. Ricardo Senabre. Ediciones Almar, Salamanca 1999
(2)    Notas de Miguel García Posada a Obras completas. Poeta en Nueva York. RBA Editores, Barcelona 1996
(3)    Estrofas desechadas
(4)    Fragmento
(5)    Estrofas sueltas

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