¿Puede fabricarse un escritor? (II)




Hoy día estas estratagemas, en lugar de añadir prestigio a sus figuras como sucedió en algunos casos, estarían perseguidas por la ley.

“Quizá esto se deba a que vivieron en una época en la que nociones como la de originalidad en literatura, el concepto de autoría y los géneros no se habían consolidado por completo, y por lo tanto, tampoco la de su transgresión…”

Igual que en la reseña mencionada, Pron recuerda en este ensayo a Pessoa y sus famosos heterónimos. En todos ellos tiene lugar la invención de personalidades y la atribución a estas de unos rasgos específicos, pero el caso del autor portugués:

“… ocuparía la situación intermedia entre las formas menos comprometedoras de disimulo autoral como el pseudónimo y las vinculadas con la superchería y la falsificación literarias…”

A veces, la simulación se debe a un simple capricho, otras, en cambio, pretenden remediar algún inconveniente.

“Así, las Brontë recurrieron a pseudónimos con el propósito de evitar un enfrentamiento con los habitantes de una pequeña localidad en la que vivían, que les servían de inspiración.”

O bien:

“… a nombres masculinos –George Sand, Fernán Caballero, George Elliot, Isak Dinesen y Luciano de San Saor– con el convencimiento de que de esa forma recibirían una atención mayor en un ámbito, el literario, dominado por hombres…”

Casos similares serían los de esos escritores excesivamente prolíficos que cambian de firma por temor a aburrir al público, o aquellos que necesitan separar personalidades literarias radicalmente distintas, como ocurre con Black y Banville (dos apelativos para un mismo escritor) por ejemplo. Pero la auténtica falsificación –si es que ambos términos pueden ir unidos–, casi siempre punible, persigue finalidades prácticas y pretende no ser descubierta. Por el contrario, la burlesca da una vuelta de tuerca al juego literario en el que se embarcan, invariablemente, todos los autores de ficción.

“A este último género pertenece la que tuvo lugar en Australia en 1944 cuando los dos jóvenes y muy irrespetuosos escritores James AcAuley y Harold Stewart escribieron conjuntamente los poemas de un cierto mecánico llamado Ernest Lalor “Ern” Malley con la finalidad de engañar a Max Harris, el también muy joven editor de una revista absurdamente llamada Angry Penguins, quien no solo publicó los poemas, sino que también los celebró como el producto de un autor a la altura de W. H. Auden y Dylan Thomas. En realidad, los diecisiete poemas que conformaban el legado literario del inexistente Malley habían sido compuestos en una tarde por McAuley y Stewart con la ayuda de un diccionario, unas obras completas de Shakespeare y un diccionario de citas que abrían al azar y de los que sacaban frases y palabras que empleaban erróneamente, creando alusiones absurdas y rimas pésimasdestinadas a producir una poesía modernista particularmente descabellada…”


 


Seguidamente, Pron señala unos cuantos casos más de este tipo de experimentos. Los realmente interesantes. No los fraudulentos, sino los gestados con propósitos reivindicativos, de experimentación, conocimiento de los propios límites o, simplemente, con la intención de divertir.

“… falsificaciones –tan emparentadas, por lo demás, con la literatura que tiene a escritores como sus personajes–, funcionan como un cierto tipo de comentario, una forma de crítica artística no exenta de inteligencia cuya diferencia más sustancial con la que pulula en nuestros días gracias al anonimato promovido por la red es que cifraban su efecto en el ocultamiento pero también, y casi inmediatamente, en la revelación del fraude, que servía para cuestionar los valores imperantes en la escena literaria como paso previo a la formulación de un nuevo modo de leer y de escribir.”

En la novela titulada X, Percival Everett imagina la reacción de un escritor estadounidense de raza negra, demasiado erudito para la opinión general, que se inventa un alter ego para ofrecer a los editores lo que desean y se ve abrumado por el éxito. Estas demostraciones o ridiculizaciones dirigidas a editores y/o público se producen de vez en cuando a lo largo de la historia novelística. Y solo pueden adquirir carácter relativo cuando empezamos a considerar la ficción como un recurso lúdico donde cualquier etiqueta, firma incluida, puede ser tan fantasiosa como el relato recogido entre sus páginas. Como continúa explicando el ensayista:

“Atribuirles un estatuto verdadero a la autobiografía y al reportaje periodístico, soslayando su condición de textos –y por lo tanto, de objetos cuya significación y sus usos no son unívocos y están histórica y socialmente condicionados–, supone ignorar (…) todas aquellas obras cuyo protagonista es un escritor o una escritora imaginarios, los textos del tipo del “manuscrito encontrado”, todo ello quedaría fuera de una literatura leída a partir de esa oposición, ya que lo que exploran es el ámbito de lo posible y de la indeterminación más que el de lo cierto.”

Como puede suponerse, hay épocas más proclives que otras a que se produzcan este tipo de prácticas. Pero lo que, en última instancia, importa es el valor de producto, algo que no han parecido tener en cuenta quienes los ensalzaron primero como obras maestras y los tiraron por tierra nada más descubrirse su falacia autoral.

“… el hecho de que se le hayan retirado los premios que había obtenido con su obra, lo que constituye una inconsistencia muy propia del juicio literario en nuestros tiempos: si estos premios le habían sido otorgados por tratarse de una autora perteneciente a una minoría étnica o política –es decir, por razones morales–, su concesión estaba equivocada, ya que lo que se reconoce con estos premios es la obra y no a su autor; si el juicio era literario –es decir, basado exclusivamente en una valoración de la obra–, al retirárselos tras descubrir que la autora no formaba parte de esa minoría, sus responsables también se equivocaban.”  

Es decir, aventuras de este tipo son las que ponen en evidencia lo inconsistente de gran parte de los juicios literarios. Por esto, y por el matiz de aventura, descubrimiento, intriga y diversión, tan afín a la naturaleza del quehacer literario, abogo porque se multipliquen estos experimentos, por que los escritores más concienciados prueben (con las debidas garantías y sin ningún ánimo de lucro) a ocultar su fisonomía y esperen a que caigan los dados. Podría ser que el seis correspondiese a quienes menos esperamos y que el uno se le otorgase a algún gran gurú de la escena literaria. En cualquier caso, las sorpresas están garantizadas.

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