Abril rojo, de Santiago Rocangliolo

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La literatura –o lo que tenga pretensiones de serlo– está llena de buenas intenciones. Habrán oído está frase muchas veces, la habrán interpretado, estarán o no de acuerdo con ella. Claro que su interpretación y la mía pueden coincidir o no, pues si bien no tiene más que un significado muy concreto, al primer golpe de vista resulta algo ambigua.

Por buenas intenciones entiendo lo que todo el mundo. Sin ánimo de agotar posibilidades, estos ejemplos podrían ser tan válidos como cualquier otro. La pretensión de cambiar la sociedad, denunciar injusticias encubiertas, polemizar sobre cuestiones éticas, informar sobre realidades poco conocidas, divulgar algún hecho histórico o avance científico, dar a conocer una personalidad digna de admiración, combatir la maldad en general o algún acto malvado en concreto… Pero hay algo que distingue a la literatura de un informe judicial o de un diario de campaña: su intento de convertir ese material en un objeto artístico que sirva de deleite al lector.

Necesito aclarar esto antes de comentar una novela que constituye un ejemplo claro de conjunción entre una realidad digna de ser divulgada y la forma más óptima de hacerlo. Se vale para ello de un desarrollo argumental que elude lo obvio, de recursos que reflejan la complejidad de los hechos, de un convincente diseño de personalidades, de una intriga que nunca decae, de una imparcialidad digna de encomio… No sigo, pero podría hacerlo. ¿Qué por qué tanta enumeración? Simplemente porque estoy anonadada. Tanto que no puedo hacer una crítica al uso, distanciarme y analizar los elementos de la novela como si esta no fuese conmigo. Porque Abril rojo implica al lector de tal forma que, una vez ha entrado en la historia ya no puede salir del todo. Les habrá pasado unas cuantas veces, no tantas. Cada vez que ha caído en sus manos uno de esos prodigios que suelen considerarse imprescindibles. Pero  este título no ha encabezado muchos rankings. Sí, ha recibido un premio pero no ha reventado expectativas, ni ha puesto el nombre de su autor en boca de todos. Casi, casi ha pasado sin pena ni demasiada gloria por escaparates y artículos de opinión. Rocangliolo es un nombre conocido pero su forma de narrar no es fácil precisamente: se impone retos literarios, no es complaciente con el poder, no elige argumentos y enfoques en función de lo que está de moda ni se marca como único objetivo vender. Con tantas limitaciones, no es fácil que sus novelas capten la atención del gran público y menos aún que lo seduzcan.

Abril rojo es una sátira sobre el abuso del poder en Perú, y quien tiene el monopolio del poder es el ejército. Mientras el pueblo mantiene una actitud pasiva, sumido en una inopia aparente, inmerso en sus prejuicios y narcotizado por celebraciones folklórico-religiosas, ignorante de que a un paso suyo se masca la tragedia, contemplamos la opacidad de los procedimientos militares, su arbitrariedad y falta de escrúpulos, la desidia, el interés por medrar sin importar las consecuencias… Ellos son quienes mueven los hilos ante la pasividad del legítimo poder, quienes se alían con la jerarquía religiosa para poner en marcha sus particulares métodos e incluso manipulan los vaivenes de de la amenaza terrorista, negándola o colocándola en primer plano según convenga en cada momento. Curiosamente, Rocangliolo, sin eludir el nombre del grupo guerrillero, consigue relativizarlo, banalizarlo de alguna manera, valiéndose de una afortunada polisemia que lo convierte en un sintagma sustantivo con significado absolutamente neutral. De ahí que sea una parte de la anatomía de Edith, y nada más que eso, lo que se describe en este párrafo:

“El sendero luminoso que unía su cuello con su ombligo, un camino que el fiscal nunca más volvería a recorrer.”

Exacto. En medio de todo ese enredo encontramos al fiscal Chacaltana, un presunto títere que demuestra no serlo tanto. Es cierto que vivía aturdido por legajos y legalismos, que su desgracia familiar le mantenía en un consolador estado vegetativo, que se consideraba un hombre equilibrado, con todos sus demonios bajo control, pero

“la soledad es peligrosa. Se acumula hasta volverse incontrolable y revienta.”

Lo que unido a la brutalidad del ambiente le acaba arrebatando la inocencia.

El elemento amoroso –una de las pasiones literarias más convincentes y creíbles que he leído nunca– embarulla las cosas todavía más, si esto fuera posible.

La novela contiene escenas impactantes junto a patéticas descripciones en las que se juega hábilmente con elementos paralelos y se combinan luces y sombras en una especie de tenebrismo literario, en ella Rocangliolo se revela como un gran maestro en el manejo del climax. Pero puede que su mayor mérito consista en haber construido, utilizando exclusivamente los mimbres de la realidad, un relato alucinado, casi onírico, en el que todo se confunde en un conglomerado sin límites: la verdad y la mentira, lo pensado y lo soñado, la vida y la muerte, la inocencia y la culpa, el amor y el odio, lo escrito y lo vivido, el placer y el dolor… Otra lista inabarcable que también dejo abierta.

La obra excede los géneros, pero podríamos considerarla una mezcla de novela negra, política, de intriga y hasta psicológica.


PUBLICACIÓN: 2006 – EDITORIAL ALFAGUARA – PREMIO ALFAGUARA DE NOVELA - PÁGINAS: 336

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