Extinción, de David Foster Wallace
Siempre me han molestado esos
escritores que llevan sus historias al límite y luego no pueden cerrarlas de
ninguna forma. David Foster Wallace hace esto, pero en su caso no tiene ninguna
importancia porque el factor intriga no está pensado para crear expectativas
hacia el desenlace sino para llamar la atención hacia un aspecto de la realidad
muy concreto que satiriza mediante la parodia. La verdad es que, técnicamente
hablando, hay pocas pegas que poner a esta obra. Aunque justo es reconocer que –como
el resto de su producción– no está destinada al gran público ya que su meticulosidad
y uso de la metáfora requieren una labor de concentración lectora que no muchos
están dispuestos a asumir.
Ellos se lo pierden porque nos
encontramos ante un esteta del lenguaje, un succionador de la realidad, maestro
del sarcasmo y la ironía. La forma de vida y
la mentalidad del americano de clase media se refleja fielmente, quizá más que
en los hechos, en esas prolijas descripciones que a primera vista parecen no venir
a cuento.
Los relatos se van construyendo
por acumulación de detalles. Wallace suele plantear un enigma o varios, pero se
demora tanto en pormenores técnicos de todo tipo, resulta tan exageradamente
concienzudo que logra generar una gran tensión dramática. Pero la ironía metodológica
habla por sí misma y acabamos comprendiendo lo que calla. Naturalmente, después
de los dos primeros, sabemos de sobra que ningún final acabará por desvelarnos
eso que estamos deseando saber. Sin embargo la intriga se mantiene, no podemos
evitar que nos importe el final de esos embrollos, a cual más desesperanzado y
absurdo, construidos a base de episodios caricaturescos que rozan el esperpento
a veces. Solo hay que recordar a Skip en El canal del sufrimiento, aterrorizado junto a la enorme señora
Motke, en un coche irrespirable con las ruedas hundidas del lado de ella. Pero
no hay nada previsible, el autor cambia por completo de rumbo –introduce un enfoque
distinto, muchas veces completamente anodino– cuando más interesados estamos y
nos deja sin saber qué pensar.
Las frases suelen ser largas
cadenas de subordinadas que nos sumergen en una maraña de información
aparentemente superficial. Escasean los diálogos, en la mayor parte de ellos ni
siquiera existen. A menudo, tras un simple punto y seguido se pasa bruscamente
a un asunto que debería ir en otro párrafo, incluso ser objeto de otro capítulo
o pertenecer a otra esfera del relato. Esto choca mucho al principio pero
consigue llamar nuestra atención sobre las múltiples facetas de la realidad que
estamos presenciando. El hilo abandonado se reanuda cuando menos lo esperamos aunque esto no siempre ocurre. La elección parece caprichosa pero está perfectamente
estudiada. Además, toda esa verborrea transmite un sentido que va mucho más
allá de lo aparente.
A veces encontramos una curiosa
estructura con el desenlace encerrado dentro del desarrollo. En esos casos, la
única función de los párrafos finales es añadir más detalles a la anécdota. De
esa forma, más que de un final abierto, se trata de un final encubierto.
Tanto psíquica como estilísticamente
el narrador es la misma persona. Lo original (y admirable) es que los efectos
que logra son muy diferentes cada vez. Pasamos de la rechifla de Extinción al patetismo de El alma no es una forja. Pero los
argumentos son lo de menos, lo que predomina es el retrato, amargo y despiadado,
de una sociedad y de unos individuos que, en paralelo con los textos, carecen
esencialmente de alma.
OBLIVION
- PUBLICACIÓN: 2004 (EN ESPAÑA: 2005 ) – EDITORIAL MONDADORI (COLECCIÓN
DEBOLSILLO) – TRADUCCIÓN: JAVIER CALVO – PÁGINAS: 400
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