Una nubecilla, de James Joyce

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En la vida de todo auténtico genio se da un momento decisivo, aquel en que ha de asumir su genialidad, lo que hay de excepcional en su talento, y la mayor parte de las veces esto se produce, no como revelación espectacular sino de una forma mucho más modesta, casi como un fracaso. El mecanismo es sencillo, imaginemos el mortal aburrimiento que experimentaría un Joyce, pongamos por caso –pero también un Picasso y, en otro ámbito, los Verne, Copérnico, Einstein, Da Vinci etc.– cuando, de forma más o menos explícita, comprendieron que, casi desde el comienzo de su trayectoria, habían sobrepasado todas las expectativas en el campo que se propusieron cultivar. En el caso que nos ocupa, James Joyce completó un volumen de relatos perfectamente construidos que demuestran una gran agudeza psicológica y una perfecta comprensión de la sociedad que le tocó en suerte, creando personajes complejos y creíbles, argumentos verosímiles y un significado multifacético mucho más complicado de lo que se aprecia a primera vista.
Sobre el relato titulado Una nubecilla, que forma parte del volumen Dublineses publicado en 1914, años antes de Ulises y de Retrato del artista adolescente, no he tenido la oportunidad de leer los sesudos análisis que, probablemente, se han publicado desde que la obra se editó por vez primera, ni siquiera todo lo que aparece en la red, pero lo que he encontrado hasta ahora se basa, creo, en lecturas excesivamente simplistas para una narración de tanto calado.
Así, a bote pronto, me gustaría destacar que Una nubecilla es, entre otras muchas cosas, un exhaustivo análisis de la envidia. Hay espíritus insatisfechos cuyo estado de ánimo les impulsa a alcanzar cotas más altas, pero muchos otros mantienen un permanente estado de alerta que les lleva a escudriñar, y consecuentemente a codiciar, cualquier bien, objetivo o subjetivo, material o espiritual, poseído por sus congéneres que ellos consideren deseable. Y para individuos como este casi cualquier posesión o estado constituye objeto de deseo.
No estoy segura de que Joyce, contra lo que una primera ojeada parece dar a entender, haya querido presentarnos a un pobre diablo, con una vida desastrosa, que se deja obnubilar por el éxito rutilante de su viejo compañero de fatigas. En mi opinión, el autor ha creado en la persona de Chico Chandler el prototipo de estos especímenes. Ni considero que el protagonista lleve una vida tediosa ni que tenga un chaval especialmente latoso ni que su esposa le coarte la libertad con elevadas exigencias (interpretación particularmente machista que he encontrado por ahí, y que no he leído en estas páginas, pese a la época y lugar en que fueron escritas). En ninguna parte dice que Chico Chandler –a quien todo lo suyo, incluida su estatura, le parece denigrante, al menos en el momento de ir al encuentro de Gallaher– haya renunciado a ninguna vocación literaria ni a otra brillante perspectiva por el hecho de contraer matrimonio. Igual que pienso que existen multitud de chicos chandler, estoy convencida de que, si se intercambiasen los papeles, el personaje se sentiría exactamente igual de frustrado, pues consideraría que haber luchado para convertirse en triunfador le habría impedido disfrutar del amor y la estabilidad familiar y contemplaría admirado a la persona que ha conseguido unos bienes mucho más valiosos que los puramente materiales. La escena que le muestra arrepentido de su suerte, sin ningún apego por el bebé que tiene en sus brazos, no es un reproche del autor a la madre que le ha dejado solo con él (recordemos que ella ha salido a por té y azúcar a la tienda para cumplir el ritual junto a su marido a la hora adecuada, y qué antes él había empleado el tiempo que estimó conveniente en almorzar en un restaurante con su amigo) sino el preciso momento en que su obsesión hace crisis, al asustar al niño de tal forma que le pone en peligro de ahogarse.
Pero el carácter de Chandler es tan voluble e inconsistente que ese estado de ánimo dura lo que un suspiro, lo que tarda una nubecilla en pasar. En consecuencia, el susto resulta providencial pues, si no llega a hacer que recapacite a fondo ya que no es hombre de profundos planteamientos, sí le fuerza a deponer una actitud que, en su caso, no conduciría más que al desánimo y la amargura. No conviene generalizar en cuestiones como esta, pero tal como Joyce nos lo presenta, si el personaje eligió ese camino en concreto es porque, en su momento, intuyó que era el más apropiado para un carácter como el suyo, acomodaticio y poco propenso a ajetreos excesivos y riesgos fuera de lo común.
Volviendo al principio, si un escritor comienza su carrera con un puñado de piezas tan redondas como esta, ¿cómo acabará? La respuesta es obvia: frustrándose para el resto de su vida, o bien, escribiendo el Ulises.

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