El avión de la bella durmiente, de Gabriel García Márquez
Hace poco he escuchado que El avión de la bella durmiente es el peor de los Doce cuentos peregrinos. No tengo
opinión al respecto ya que leí el volumen completo hace años, a este cuento he vuelto
a acercarme ahora por una especie de reto entre lectores. Se trata del primer
fruto de la enorme impresión que La casa
de las bellas durmientes –escrita por otro nobel, Yasunari Kawabata que se
cita en un punto concreto del texto– produjo en el colombiano y no llega a las
cinco páginas; el segundo aparece mucho después y es una novela corta de
extensión parecida a su modelo.
Una joven ejecutiva suscita en su vecino de asiento la
nostálgica evocación de su juventud perdida. Esa es la excusa para poner en
marcha la exacerbada imaginación del narrador y sus posibilidades de
idealización de la desconocida que duerme a su lado. El lenguaje fresco y
vigoroso y la reconocible huella del autor aseguran el disfrute a pesar de que
la trama no da mucho de sí. Es más lo que se adivina que lo que se muestra:
percibimos el desencanto del personaje, pero también ese estado de exaltación,
ese dar rienda suelta a las fantasías, la contemplación extasiada (y bastante
indiscreta, la verdad), junto al lamento constante por lo que fue y ya no es,
que salpica la literatura (masculina) de todos los tiempos. Y poco más. Unos
cuantos detalles del entorno para situar de algún modo al lector. Quizá lo más
atractivo sea imaginar a García Márquez como protagonista de la escena que se
describe, rastrear su mirada, fija en la figura de la bella. El interés se
incrementa si comparamos esta obra con la que estimuló la imaginación del
novelista –y que en breve reseñaré aquí–, más sutil y menos vigorosa, como
exige la latitud en que fue concebida, más lograda en cuanto a recreación del
ambiente, superior –aunque solo sea por razones de espacio– en el desarrollo de
la acción y circunstancias vitales de los personajes, incluso en la
(presumible) sensibilidad lingüística, pero también mucho menos perversa y
degradante.
No obstante, encuentro tres
aspectos destacables. Uno, lo inevitable de la circunstancia, es decir, la no
voluntariedad de la chica tanto respecto a la cercanía como a la exhibición: "extendí
la poltrona cerca de la suya y quedamos acostados más cerca que en una cama
matrimonial", ya que es esa ignorancia de lo que ocurre, ese
sometimiento involuntario, lo que realmente fascinó a García Márquez de las
escenas imaginadas por Kawabata: “Aquella
noche, velando el sueño de la bella, no solo entendí aquel refinamiento senil,
sino que lo viví en plenitud.”.
El segundo, ese contraste que el
escritor establece entre lo deseable y lo que no lo es, porque no es una
distinción que establezca para todo el género humano, nada más lejos. En lo que
a él respecta, como varón que es, y por tanto sujeto de pleno derecho, la
decadencia física no es más que un fastidioso accidente que le niega
oportunidades sin restarle un ápice de dignidad. La descripción de la mujer
mayor, en cambio, de esa anciana holandesa que, muy ladinamente, rodea de once
maletas nada menos, para resaltar su supuesta ridiculez se acerca mucho al
esperpento: “Dos lugares detrás del mío
yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la
poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a
mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de
colores y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.”
Bajo el pretexto de un supuesto fastidio por la espera pasada al facturar, se
oculta el rencor hacia una criatura que ya no le puede deleitar con sus
encantos. Esa es la razón de una venganza, insignificante, sí, pero rastrera de
todas formas.
Por último, la frustración ("Hice
una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si
hubiera estado despierta."), que va estrechamente vinculada a esa hipérbole
admirativa, esa veneración, tan fuera de lugar si somos justos, la
incondicional rendición ante una supuesta diosa, cuando nos consta que no es más
que una chica común y corriente –eso sí, muy joven– que ni siquiera se ha
enterado de que existe: "... la contemplé palmo a palmo durante varias
horas, y lo única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de
los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua."
Todo ello sin olvidar que
estamos ante un texto escrito por un indiscutible maestro del género. Hasta la
menor alusión, las observaciones de todo tipo, junto a esas especulaciones sin
demasiado fundamento que constituyen la marca de la casa, revelan la fuerte
personalidad así como la particular visión del mundo de un hombre que nos ha ofrecido
ya una obra gigantesca.
Hace mucho también que leí "Doce cuentos peregrinos" y la verdad que no los recuerdo muy bien, por no decir que no los recuerdo nada, lo que no sé ya es si el olvido es fruto de mi mala memoria o de que en su momento tampoco lo percibi como que merecieran mucho la pena. Y eso que de Gabo me gustan hasta los andares :)
ResponderEliminarBesos
Es lo que pasa cuando se lee mucho, tampoco es necesariamente negativo, nos puede haber gustado, pero solo queda lo que nos ha impresionado especialmente.
ResponderEliminarYo de GGB me leí todo, más o menos por orden, hasta El amor en los tiempos del cólera, que cogí sin ganas, un poco por compromiso, porque sabía que no me iba a gustar. Lo posterior no sé si está a la altura, tendré que revisarlo. Excepto el que acabo de leer (por el mismo motivo que este cuento) que es Memoria de mis putas tristes y que ya comentaré un día de estos. Se trataba de relacionar dos novelas cortas (una de Gabo y otra de un autor japonés) y El avión. Y, aparte de los méritos artísticos, la ideología subyacente en el contenido ha pesado lo suyo porque es inevitable.
ResponderEliminarUn beso