La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell

El tiempo es un agente implacable, ni los grandes genios se libran de su influencia. La obra importante de Bertrand Russell se ha mantenido viva, claro está, sus aportaciones a la filosofía, sus indagaciones lingüísticas y matemáticas, pero ensayos divulgativos como este, tan sujetos a los avatares de la historia están sometidos a la evolución de las mentalidades, y estas sufren cambios vertiginosos, mucho más de lo que solemos percibir. Porque nosotros, al evolucionar al ritmo de los acontecimientos, no somos demasiado conscientes, pero el libro queda ahí, inmutable, testigo más o menos molesto de la opinión más extendida en una época.
Aún así, y aunque no conociésemos de nada a su autor, es evidente que nos hallamos ante unas premisas repletas de sentido común. La obra consta de dos partes y está centrada, respectivamente, en las causas, de la infelicidad y de su contraria. Personalmente, yo establezco otra distinción, más sutil, la que existe entre razonamientos y conclusiones no por obvias menos brillantes, (aquellas que aparecen llenas de sabiduría vital pero que a pesar de su aparente sencillez, o precisamente por su causa, son desdeñadas a menudo para sustituirlas por soluciones rebuscadas y muchos menos satisfactorias) en primer lugar y, en segundo, los prejuicios y fundamentos metodológicos propios del momento concreto en que fueron escritos y que,  en muchos casos, resultan fuera de lugar, y hasta ingenuos, en este escéptico mundo que nos ha tocado en suerte. Tomemos como ejemplo este párrafo:
“El objetivo último de la producción maquinista –del que hay que decir que aún estamos muy lejos– es un sistema en el que las máquinas hagan todo lo que carezca de interés, reservando a los seres humanos para las tareas que suponen variedad e iniciativa. En un mundo así, el trabajo sería menos aburrido y menos deprimente que nunca…”
Leemos estas palabras con una sonrisa nada alegre. No hay como acudir a las fuentes para penetrar en el pensamiento de una época cualquiera, prescindiendo de interpretaciones plagadas de anacronismos.
Hay que entender, además, que Russell fue filósofo, no sociólogo ni psicólogo, y por tanto, en cuestiones que se encuentren más firmemente ancladas en la realidad, individual o colectiva, es lógico que pise un terreno un poco menos firme.
Entonces, ¿no hay nada aprovechable en este ensayo? Naturalmente que sí. Casi todo. El autor, colmado de idealismo –por otra parte, imprescindible cuando se quiere avanzar– aboga por una convivencia atenta y desinteresada, por los placeres sencillos y centrados en lo externo, el respeto por uno mismo que incluye su papel en el medio, la diversidad de aficiones y la conciencia de las propias limitaciones para no ambicionar lo que no está en nuestras manos conseguir.
“El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las personas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.”
¡Qué sencillo! ¿verdad? Y sin embargo es así, tampoco hay que darle más vueltas. Es verdad que a veces en las vidas se producen cataclismos pero, en gran cantidad de ocasiones, somos nosotros quienes complicamos las cosas, como él mismo dice, el auténtico responsable de su propia infelicidad es, en muchos casos, uno mismo. En la alternancia entre resignación y esfuerzo, en las dosis adecuadas y en los momentos precisos, se encuentra la clave para vivir en paz con uno mismo y con el mundo.
Incluso en momentos de gran infelicidad objetiva, esta diversidad de intereses puede servir de refugio, mucho más saludable que el recurso a sucedáneos, como fármacos, adicciones o un estado de ánimo bajo mínimos. Ellos proporcionarán la dosis de resignación necesaria para que cada obstáculo que encontremos no nos fastidie, impaciente ni angustie. También relativizar, o consolarse con que no se es el único. La mente posee recursos numerosos para que no le hunda ni le enfurezca el más pequeño inconveniente. Como causas de infelicidad se enumeran:
La angustia vital no se debe a un exceso de inteligencia sino, quizá, a una vida exenta de obstáculos. Que a alguien le hayan puesto todo demasiado fácil desde el principio puede conducir al tedio existencial. “Búscate una existencia en que la satisfacción de las necesidades físicas elementales ocupe todas tus energías” recomienda el filósofo. La llamada lucha por la vida de la que se quejan algunos privilegiados, no es más que competencia; quien “esté sinceramente convencido de que el deber de un hombre es perseguir el éxito y que el hombre que no lo hace es un pobre diablo, su vida estará demasiado concentrada y tendrá demasiada ansiedad para ser feliz”. El aburrimiento se puede combatir con una existencia más natural, más ligada a la tierra; este recurso es  mejor que la obsesión por la aventura, que conduciría a una sobreexcitación. Esto, además de perjudicial para la salud, es adictivo, volviendo a la persona cada vez más incapaz de apreciar lo que tiene delante. La fatiga de la vida urbana, debida a la prisa, el exceso de ruido o el miedo a la pérdida de estatus, suele dar lugar a un círculo vicioso pues impide descansar correctamente. Establecer prioridades, reajustar la escala de valores y comprender que nada es tan esencial como parece puede ayudar mucho. La envidia es tan nociva para los demás como para uno mismo, el envidioso tiende a hacer daño, pero su desgracia es que jamás se siente satisfecho, que siempre va a encontrar un motivo, un nuevo objeto con el que compararse y sentirse en desventaja. La manía persecutoria y el miedo a la opinión pública son dos caras de la misma moneda: la primera, hay que erradicarla de uno mismo no exagerando los méritos propios y valorándose en la justa medida, pero si se sufre una reprobación general por algún rasgo inocuo, que en otro contexto sería aceptado sin más, la persona debe intentar ser fuerte para no sufrir a causa del aislamiento, y evitar el inútil gasto de energía que supone asumir la independencia. Convencerse de que “no estar en armonía con el propio entorno es una desgracia, de acuerdo, pero no siempre es una desgracia que haya que evitar a toda costa. Cuando el entorno es estúpido, lleno de prejuicios o cruel, no estar en armonía con él es un mérito.”
Russell, apoyándose en la doctrina psicoanalítica, rechaza de pleno que exista la conciencia tal como se consideraba entonces. La conciencia de pecado no radica en una cualidad innata productora de culpa, sino en aquello que los educadores sembraron en nuestro subconsciente desde la más tierna infancia. Señala que el ascetismo per se no conduce a nada y que el placer, excepto si produce daño, es deseable para todo el mundo. Este es, probablemente, el capítulo más desfasado del libro. En la actualidad no se tiene esa obsesión por la conciencia, la palabra pecado ha caído en desuso y el bienestar se ha democratizado mucho –de momento– adquiriendo mucha mejor reputación que entonces.
Para la felicidad no hay recetas pero sí sabios consejos, y nada más sensato que escuchar lo que nos tiene que decir un hombre sabio.
PRIMERA EDICIÓN: 1930. CLÁSICO. VARIAS EDICIONES

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