El loro de Flaubert, de Julian Barnes

Hay tendencias literarias que en un principio se presentan aisladamente para ir cobrando fuerza poco a poco hasta llegar a convertirse en el emblema de una época. La literatura híbrida –ejecutada mediante la mezcla de géneros– así como los textos elaborados a base de fragmentos han sufrido este proceso. Ambas técnicas surgieron, aproximadamente, a principios del siglo pasado y se han multiplicado a partir de su segunda mitad. El loro de Flaubert es una muestra tanto de la fusión de géneros como de la técnica de puzle. Esa hibridación implica a la biografía, el ensayo y la novela: aunque metodológicamente se suele conceptuar como novela yo la consideraría un ensayo peculiar. Su heterogénea composición pretende indagar mediante procedimientos diversos en la vida y obra del autor de Madame Bovary, analizando la influencia de la primera en la segunda y explorando sus procesos creativos de tal forma que, a partir de Flaubert, se puedan extraer conclusiones aplicables a la literatura en general.

El resultado es interesante, metaliteratura en estado puro, lo cual no tiene por qué ser un elogio, aunque muchos hoy día utilicen como tal la palabra. Explorar nuevos caminos, no conformarse con lo ya trillado, constituye un mérito evidente, pero en este caso el conjunto resulta un tanto irregular.

Quien habla no es Julian Barnes sino el doctor Geoffrey Braithwaite, narrador –y protagonista de la supuesta novela–, ya de cierta edad, médico, por más señas, igual que el padre del novelista, obsesionado casi patológicamente por la vida y obra del personaje objeto de su investigación, marcado por la muerte de su esposa y las circunstancias de su matrimonio, investigador minucioso aunque desorganizado, y aparentemente exhaustivo (no duda en viajar a los territorios por donde transcurrió la vida de su biografiado, entrevistar a ciertas personas, manejar cartas y otros documentos), aficionado a divagar. A veces, el texto adopta un aire de broma, se convierte en un largo guiño al lector: los entrevistados, por ejemplo, no saben nada del escritor, son quienes custodian el museo que posiblemente alberga el loro tomado como modelo por Flaubert para realizar una simple descripción. Algunos documentos, así como las palabras de Louise Colet, son inventados en un ejercicio metaliterario que muestra lo relativo de la arqueología literaria y el poder de la ficción, que lo envuelve todo, pues todo puede inventarse. Se nos recuerda que el escritor –todos, pero en este caso Barnes– es dueño y señor de su reino que mueve y maneja a su antojo, y lo que importa, como siempre en literatura, no es la verdad sino la verosimilitud, y si incluso esta falla puede que ni siquiera importe, ya que entonces el recurso irónico se enseñorea de lo narrado y hasta puede elevarlo a otro nivel. Y hablando de Flaubert –o de Gustave, tal como se alude a él con una familiaridad que ignora los cánones pero que contribuye a acercar el personaje al lector– se despacha a gusto sobre temas diversos, filosofa un poco y, sobre todo, reflexiona sobre la experiencia literaria a la vez que la recrea ante la vista del lector. No obstante, se detecta una falta de sistematicidad, probablemente buscada, que, en mi opinión, perjudica la obra al dotarla de un carácter inasible, también un exceso de verborrea, banalidad a veces, arbitrariedad, juego. En cualquier caso estamos ante un texto más ligero de lo que pretende, que no suele profundizar demasiado a menudo ni tomarse en serio casi nada. Este recurso irónico resulta entretenido y convence del omnímodo poder del creador, pero también constituye una excusa inestimable para construir una obra bastante superficial.

Es curioso el empeño del autor por rastrear la correspondencia y curiosear hasta el mínimo detalle disponible sabiendo de sobra que su admirado escritor odiaba esta práctica como demuestra la cita que se incluye: “El artista debe arreglárselas de forma que la posteridad acabe creyendo que jamás existió”. La recreación de algunos momentos vitales a partir de sus escritos, a veces resulta demasiado literal, puede que hasta ingenua, hace preguntas, encuentra incoherencias que parecen indicar su olvido de que la literatura altera a voluntad los hechos. Indudablemente, su mayor encanto radica en haber logrado que el fantasma de la Bovary sobrevuele en muchos momentos sus páginas.

En la óptica de Barnes/Braithwaite, Flaubert es muchas cosas. Sobre todo escritor, sí, pero también, quizá, algo misántropo. Un burgués que odiaba a la burguesía, un aventurero frustrado, un soñador que planeó realizar innumerables viajes y experiencias para, finalmente, quedarse en casa escribiendo. Y¿quién es el loro de Flaubert? ¿El animal disecado que tomó prestado de un museo y cuya fisonomía copió en el relato Un coeur simple, cada uno de los loros candidatos a ser considerado el auténtico, el mismo Flaubert, Braithwaite con la incontinencia verbal que le caracteriza y, por tanto, el propio Julian Barnes,  los escritores en general, la escritura, el ser humano como dueño y señor de la palabra? A lo largo de su obra, y según se detalla en el ensayo, Flaubert se compara con diversos animales, pero, parece decirnos el autor, por encima de todo, osos, camellos y demás especies, el novelista francés fue verbo. El loro constituye, por tanto, la metáfora que le caracteriza más atinadamente.
PRIMERA EDICIÓN: 1984 – FINALISTA PREMIO BOOKER - EN ESPAÑOL: EDITORIAL ANAGRAMA (COLECCIÓN PANORAMA DE NARRATIVAS) - TRADUCCIÓN: ANTONIO MAURI – PÁGINAS: 232

Comentarios

  1. Tengo este libro desde que leí el libro en el que aparece el loro en cuestión, y que aquí se ha traducido como "Un alma de Dios". Le eché un vistazo porque me daba cosa que fuera un poco espeso, pero tuve la sensación de lo que cuentas, que es más ligero de lo que parece, aunque tendré en cuenta ese caos verborréico.

    Saludos

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Explícate: