Y yo con estos pelos (Apuntes sobre posmodernidad literaria)
Quizá no hemos reparado aún lo suficiente en ello,
pero, en lo que llevamos de siglo, la forma de relacionarnos con la cultura y
de relacionarnos entre nosotros se ha modificado de forma radical, y los
cambios no tienen intención de detenerse, al contrario, su avance es implacable
y sigue su curso cada vez a mayor velocidad, de tal forma que nunca dejarán de
sorprendernos. La creatividad se ha ido diversificando. Youtube, videojuegos,
tweets, blogs, collages plásticos, poéticos, novelísticos: literatura híbrida
en general. Junto a ello, cine, vídeo, publicidad, perfomances, teatro,
pintura, escultura con materiales de todo género, música, fotografía. ¿Medios
de expresión o una forma de aprovechar el enorme altavoz mediático para
prosperar lo más rápidamente posible? Sin embargo, paralelamente a lo efímero
del gusto, los recientes soportes mediáticos facilitan la permanencia. Resulta
una paradoja curiosa. Hoy día, todo el cine y la música de la historia están al
alcance de la mano, podemos contemplar cualquier cinta por muy antigua que sea,
escuchar grabaciones olvidadas, visitar virtualmente los museos de cualquier
rincón del mundo sin movernos de la silla, de ahí que algunas modas actuales
presenten un carácter retro. Cierto que no podemos examinar cada pincelada,
considerar dimensiones, comparar el efecto de la pintura desde todos las
distancias y ángulos, ni hay posibilidad de olfatear las salas persiguiendo
rastros de materia pictórica, pero eso al espectador-consumidor medio
(exceptúo, claro está a los artistas) ya no le importa mucho, ha dejado de
interesarle el vivo y el directo, lo que quiere es estar al día, conocer lo que
hay, en conjunto, sin detalles, prescindiendo del disfrute individual, poder
compartir impresiones, responder a las demandas de otros consumidores, en una
palabra, presumir de enterado en su círculo, ya sea real o cibernético. En
definitiva –y aunque sea en detrimento de la calidad técnica del producto
artístico– lo que prima es la nube.
Todo esto nos conduce al ideal posmoderno. Cultura de
masas de esta sociedad globalizada, hedonista, decadente, paradójica, proteica,
feminista, anti utópica, clónica aunque individualista, enamorada de la imagen
y de lo novedoso, contextual, multicultural y multiforme, la posmodernidad
–caracterizada ante todo por los valores que rechaza ya que no muestra gran
apego por ninguno– ignora el prestigio de la llamada alta cultura apostando por
las aportaciones populares, cuestiona el principio de autoridad por sistema
defendiendo un pluralismo nivelador o no jerárquico, es partidaria de obtener
la mayor rentabilidad a partir de la mínima inversión en todos los aspectos y,
frente al tradicional carácter homogéneo de las obras, aboga por lo híbrido.
Esta tendencia no se ha impuesto de forma repentina, se viene gestando desde
hace décadas, pero es que lo posmoderno, como tal, es bastante viejo. Nació
allá por los 70 –aunque hay quien apunta todavía a más atrás– y alcanzó la
mayoría de edad, ya en el filo de los 90, con la desaparición de los grandes
bloques y el inicio de lo que conocemos como globalización. Si bien se va
renovando, o mejor, reinventando a sí misma. (Frase –y concepto– estos de
reinventarse, posmodernos por excelencia, así como la idea de que es la palabra
quien crea el concepto y no al contrario). El puzle, el pastiche triunfan
porque forman parte del ADN del hombre actual, porque con su absoluto
relativismo, su ausencia de solemnidad y su potencial cercanía al gran público
cumplen los requisitos de lo posmoderno. Un ejemplo de hibridación a gran
escala serían las redes sociales. Y es que son los mass media, en general, la
nueva divinidad que ejerce su omnipotencia proclamando lo que existe y lo que
se ignora, marcando las pautas a seguir, sacralizando la más absoluta
inmediatez, sustituyendo la información real por una indiscriminada y abusiva
saturación de datos tal que impide a sus destinatarios asimilar, organizar y,
sobre todo, valorar lo que reciben. Por encima de cualquier objetivo utilitario
o criterio selectivo, el mero entretenimiento adquiere un prestigio enorme, no
importa si procede de una novela gráfica con caché, de una transmisión
futbolística o de las truculencias emitidas por el telediario de las nueve. El
culto al cuerpo y a la tecnología mueve fortunas ingentes y hace que soñemos
con acercarnos a un ideal robotizado, aparentemente perfecto, que para obtener
lo que desea no necesita hacer ningún esfuerzo.
Solo hay que echar una ojeada para comprender que
estamos en plena etapa expansiva de esta posmodernidad que se va prolongando.
Con el cambio de siglo prosperan cada vez más las nuevas formas de expresión
escrita. Poesía en redes, literatura fragmentada. En novela, Bolaño, Auster,
Pynchon, DeLillo, Foster Wallace, Juan Francisco Ferré, Michel Houellebecq,
Chuck Palahniuk, entre otros, han llevado a cabo una completa revisión de los
conceptos literarios. Ahora más que nunca, predomina la confusión entre fantasía
y realidad, la ruptura de secuencias espacio-temporales, metaficción e
intertextualidad por doquier, participación necesaria del lector en la
construcción completa del texto, coexistencia de géneros o de diversos puntos
de vista, propiciada tanto por la actual tecnología y el influjo de lo
audiovisual como por las convulsiones sociales del momento.
Todo ello sin prescindir nunca de la rentabilidad, y
por tanto, de la urgencia. O de la rentabilidad urgente. Prisa por desalojar
las vitrinas de novedades, necesidad de sustituir lo más rápidamente posible.
Hay que producir a gran velocidad porque todo pierde vigencia casi de un día
para otro. Se consume con fruición. Ya el propio término consumo lleva
implícita la idea de poda. Se participa en clubs de lectura presenciales o
virtuales, en foros de todo tipo, se intercambian videos, películas, discos,
cualquier producto audiovisual traspasa continentes a velocidad de vértigo.
Hace falta leer o escuchar lo que se considera cool ese mes, confrontar la
propia opinión con la ajena y adaptarnos a lo que se lleva dentro de lo
posible. Cualquier obra nueva o recuperada, sea del tipo que sea, es
susceptible de comentario y comparación, se establecen rankings; podios
imaginarios se derriban casi inmediatamente después de construirse y ocuparse,
se establecen valoraciones urgentes. Nadie se siente satisfecho hasta no
alcanzar el consenso con la mayoría pero, una vez homogeneizado el gusto, se
olvida el producto y se pasa a otro. La elección individual, calmada, que va calando
en las mentes, dejando poso, asimilando el canon de lo clásico para elaborar
una identidad cultural sólida –para lo que hace falta una elaboración
incomparablemente mayor que esos consensos tuiteros tan en boga–, todo eso se
ha perdido en gran parte. No es que todo el mundo interesado por la cultura se
encuentre inmerso en esa vorágine, pero es cierto que constituye una tendencia
al alza mantenida e incrementada por las generaciones que vienen arrasando.
Mientras tanto, aquí estamos. Con estos pelos o con
otros. Nos podemos colocar una peluca, hacernos un injerto de pelo o ponernos
una cara nueva. Vivimos, nos movemos, empujados por lo que se mueve a nuestro
alrededor, por una efervescencia de tal calibre que se escapa de un instante a
otro. Sin duda, nos hallamos en una encrucijada cultural comparable a la
explosión de las vanguardias de principios del siglo pasado. Una y otra, etapas
incuestionablemente críticas que han pretendido cambiar el mundo. No cabe duda
de que las nuevas tecnologías, al propiciar una cultura de la imagen que derivó
en lo que Vargas Llosa denomina civilización
del espectáculo, ha acabado por hacerlo irreconocible. Se trata de
dos momentos comparables. Opuestos en gran parte, pues lo posmoderno, en
oposición al elitismo vanguardista, ha abandonado todo propósito distinto al
objeto en sí; además, se muestra en principio como accesible a todo el mundo.
Pero son también similares ya que, no obstante, los movimientos artísticos, con
su afán por intelectualizar, fragmentar, reinterpretar, fusionar unas obras
–por lo demás, sencillas en su literalidad– ha perdido la conexión con el gran
público, que, contrariamente a los artistas, aún no ha renegado por completo de
los cánones.
Registrar toda esa proliferación de novedades requiere
de un tiempo, un espacio y, sobre todo, de unos cerebros que hoy por hoy no
están disponibles. Quizá algún día, los seres clonados abarquen mucho más que
nosotros. Por lo pronto, la gente que puebla el planeta -aunque acostumbrada a
pisar sobre un suelo cambiante- se siente abrumada ante tan descomunal
bombardeo. Pero hacemos lo que podemos, tengamos pelo, seamos calvos o nos
hayan transplantado una palmera sobre nuestros cueros cabelludos, lo que se
espera, estemos o no por la labor, es que nos reciclemos. Y más nos vale, porque
la alternativa es morir.
(Publicado
en La azotea de Molina el 5 y 10/09/2014)
Reconozco que me salgo un poco del tema de tu artículo, pero...:
ResponderEliminar-De Lillo: cayó en mis manos una colección de relatos suyos (creo que de Anagrama) y no me leí más de tres. Me parece absolutamente plano.
-Houllebecq: si todo lo que ha escrito es como "Sumisión", me temo que es un escritor por debajo de malo que vive de provocar.
-Bolaño: de "Los detectives salvajes" (el típico libro con el que te arrepientes de la pasta gastada), me terminé muy a duras penas y por terminarlas las 140 páginas de la primera parte ("Mexicanos perdidos en México (1976)"), mareado ya con las vueltas y revueltas del estilo repetitivo de este autor. Como lo ponderan tanto, sucumbí de nuevo y leí "2666", pero esta vez tomé la precaución de sacarlo de una biblioteca. Inenarrable: de nuevo el estilo disco rayado, pero hay más. Lo único que no es suyo, el largo apartado dedicado a los crímenes de Ciudad Juárez, es una sucesión de resúmenes de casos concretos de violaciones, contados de carrerilla, mal puntuados y sin nada que les dé cohesión ni conclusión (supongo que esto debe de ser la novedad estilística), su particular volcado de "Huesos en el desierto" (ya hablamos tú y yo de esto) más, me figuro, una serie de informes policiales, y con todo, tiene más enjundia que las bobadas que cuenta en lo que sale de su pluma: "La parte de los críticos" y "La parte de Amalfitano", relatadas, por supuesto, con su estilo recurrente; se culmina con la que creo recordar que se llama "La parte de Archimboldo", que ya no es recurrente, pero es un rosario de tópicos sin el menor interés. Jamás entenderé por qué se valora tanto a este autor, a no ser que sea lo que algunos apuntan: que es una creación artificial de la crítica.
Auster: sé que muchos me colgarían si arremeto contra este autor, pero las cosas suyas que he leído ("Ciudad de cristal", "La noche del oráculo", "Un hombre en la oscuridad") me han parecido unos relatos sin pies ni cabeza con el único mérito de una atmósfera desasosegante muy bien creada.
Molina, perdona que haya invadido tu espacio para soltar esta serie de mamporros. ¡Ah!, que conste que hoy no he tenido un mal día en el trabajo. Un saludo.
No te sales del tema, solo vuelves la página para ir a lo concreto. Te cuento:
ResponderEliminar-De DeLillo solo he leído El ángel esmeralda pero me interesa mucho seguir con sus novelas. A mí también me pareció algo de eso, pero creo que es una falsa primera impresión, lo que hace es insinuar sin ser explícito, dar vueltas alrededor del auténtico foco y esto es más difícil que ir al grano. Según vas leyendo más relatos le vas cogiendo el tranquillo, creo yo.
Houellebecq, efectivamente, es un provocador, yo no le encuentro el talento por ningún sitio. Las partículas elementales es un ladrillo infumable en el que te cuenta hasta el número de pie de los protagonistas. Lo abandoné pronto, hay que saber priorizar cuando se escribe. El mapa y el territorio es un ejemplo de narración fragmentaria bastante facilón aunque, claro, como es una crítica al arte actual, tiene coartada porque practica lo que ataca. Y no escatima medios para dejar al público sin habla, lo que no es necesariamente un mérito.
-A Bolaño, decididamente, lo salvo de la quema. Muestra sus obsesiones con su propia forma de narrar, descoyuntando el material y reconstruyéndolo a su antojo. Sus personajes, situaciones e ideología se exponen del derecho y del revés gracias a una técnica muy personal.
-Auster compone unas piezas más o menos originales y entretenidas que intentan, sin conseguirlo, dar impresión de profundidad.
De momento, estamos de acuerdo al cincuenta por ciento, pero algún posmoderno habrá por ahí que te guste. ¿Juan Francisco Ferré? ¿David Foster Wallace? ¿Pynchon?
A estos que mencionas al final no los he leído, Molina.
ResponderEliminarYo uno de cada, pero seguiré con ellos porque en este terreno me encanta complicarme la vida. (El de Ferré no me convenció, los demás sí)
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