El caso Maurizius, de Jakob Wassermann
Esto que voy a decir es solo una
hipótesis, pero a veces me pregunto si el bienestar y la alta literatura no son
radicalmente incompatibles, si las sociedades prósperas no suelen producir
mentes infantilizadas y mediocres mientras los momentos más críticos o los
problemas endémicos dan lugar a grandes producciones artísticas, a grandes
pensadores y a excelentes obras literarias. Lo que sí parece un hecho es que
los grandes novelistas de finales del XIX o los Musil, Wassermann, Joseph Roth,
Zweig de la Europa de entreguerras se han extinguido como los dinosaurios y su
lugar lo ocupa un sucedáneo que sirve de entretenimiento y solo en contadas
ocasiones se aventura a profundizar un poco. Tampoco es que la cultura sea
garantía de nada, pues cuando el ser humano se pone a pensar las consecuencias
pueden ser catastróficas.
“Con su característica vehemencia, anunciaba la misión universal alemana y declaraba que Alemania estaba condenada a asfixiarse y a perecer a causa de la acción de los elementos destructivos que alojaba en su propio seno, si no se libraba de ellos mediante una guerra. Esta guerra era para él un asunto religioso, la denominaba “santa”, y se consideraba su Pedro de Amiens.”
Zeus nos libre de los grandes visionarios
y los proyectos utópicos. En ese clima de ebullición y efervescencia, un
inocente fue enviado a la cárcel muchos años atrás sin pruebas suficientes, su
padre reclama justicia, el fiscal encargado del caso no quiere ni oir hablar de
revisarlo y el hijo de este, un adolescente tan precoz como voluntarioso se
lanza al mundo sin red como forma de protesta y para colaborar en la
investigación de alguna forma. Parece una locura, pero Wassermann logra
justificarlo poniéndonos tras los pasos del chico que, con toda la ingenuidad y
audacia del mundo, da los palos de ciego previsibles, pero también aporta ideas
imaginativas que no aprobaría ningún adulto. Claro que, haber vivido desde que
tiene recuerdos, apartado de su madre a causa de la intransigencia paterna y
sufrirla constantemente en su persona, dan forma a una rebeldía que se revelará
mucho más productiva de lo esperado.
“… cuando Etzel obedeció y permaneció tieso como un palo en su asiento, exagerando así los buenos modales que se le exigían, se quedó mirando fijamente al padre. Y, aunque el señor Von Andergast fingía no darse cuenta, en aquellos ojos claros, entornados y miopes, había cierta provocación, una especie de asombro, y una cierta curiosidad desconcertantes, e incluso cierto disimulado destello de socarronería.”
El chico es un rebelde, sí, pero un
rebelde listo y con muy buenos modales –como corresponde a un retoño de alta
cuna– que se nos presenta como curioso, encantador, persuasivo y con un
indiscutible carisma. En cualquier caso y siendo tan joven, se permite a sí
mismo seguir sus impulsos, al contrario que Von Andergast que, víctima de su
propia intransigencia se ha negado a sí mismo el amor filial, de pareja y, por
supuesto, la compasión hacia los demás. A esto se añade una desconfianza
absoluta en las personas, que para él se dividen en “con” o “sin antecedentes”,
como circunstancia fortuita que no les exime de ser culpables.
El desencadenante de la tragedia es muy
propio de la época, un triángulo amoroso del que, ¡cómo no! se considera culpable
a la mujer, aunque esta sea nada menos que la víctima del crimen.
“Ella debería haberse marchado de la ciudad; había que reprocharle que se quedara y alentara cada día el deseo criminal…”
Siempre la mujer, culpable absoluta
incluso de las agresiones que se ejercen sobre ella. Y el tiempo no ha cambiado
tanto las cosas, solo hay que echar un vistazo a las noticias.
El fiscal, en cambio, se puede permitir
tener una amante –a la que, por otra parte, desprecia– ya que forma parte de
esa mitad privilegiada a quien una supuesta pulsión biológica irresistible parece
excusar de todo.
“Por eso le convenía mucho y le resultaba agradable que Violet Wilson fuera una mujercita similar a una carpa en un lago, un ejemplar entre mil de la misma especie, cuya captura se debía a un azar al que no merecía la pena dar demasiada importancia”.
(Frase machista donde las haya, emitida
sin la menor intención irónica, ni por parte del autor ni del personaje).
Mientras tanto, Etzel ha desaparecido y
el fiscal sospecha que ha ido a buscar a Maurizius padre, pero no saca nada en
limpio de esa entrevista. Por otra parte, la escapada sirve para mostrar otra
realidad, más vulgar, menos acomodada, con su propia ruindad y sus abnegaciones
particulares, el mundo de las clases bajas visto a pie de calle por unos ojos
de dieciséis años.
“… era una gran sala austera y dos habitaciones contiguas más pequeñas donde todos los días, entre las doce y la una, se reunían entre treinta y cuarenta personas de dudoso pelaje, todo tipo de descarriados y fracasados, nadadores a los que el curso de la vida había arrojado a una orilla, individuos de dudosa elegancia y mal disimulada pobreza…”
A todo esto, Maurizius hijo, sigue en la
cárcel, más bien desesperando que otra cosa. Cuando, por fin, Andergast se
digna visitarle el ambiente carcelario se muestra en toda su crudeza al lector;
el itinerario que hacemos de la mano de Wassermann nos muestra tanto rincones
como individuos característicos de ese mundo despiadado y sórdido. Pero, aparte
del exhaustivo muestrario social, la novela es una acerba crítica al estamento
judicial de la época. Y quien demuestra lo cruel y arbitrario de personas y
procedimientos es, precisamente, el preso, en la larga entrevista que,
finalmente, mantiene con su acusador.
“Y no solo poseo mi propia experiencia sino la de otros miles. Desde el principio eres el enemigo. Consideran el acto realizado, y no tienen en cuenta a la persona en lo más mínimo. El fiscal es su Dios; el acusado su víctima; la condena, su meta- Quien tiene la mala suerte de verse obligado a comparecer ante un juez está perdido.”
Su interlocutor se defiende como puede,
pero pierde fuelle poco a poco, pues los argumentos, no solo a favor de la
ferocidad del sistema, sino también de su propia inocencia, empiezan a derribar
sus resistencias. ¿Fue la fuerza de los hechos o una simple cuestión de
elocuencia lo que acabó condenando a Leonhart? Y no solo eso:
“… ¿y si la verdad fuese tan solo el resultado del paso del tiempo? ¿Y si hace tres, cinco, doce, dieciséis años, estaba yo tan influido, tan aturdido por el presente, que era incapaz de aceptar la verdad, esa misma verdad que ahora me parece tan creíble y tan simple?”
Yendo más allá, y al margen de
equivocaciones, otro personaje declara que es ilícito que un ser humano condene
a otro, por muy juez que sea, pues en realidad nadie está a salvo de la culpa.
Pero Andergast todavía tiene que escuchar lo inconcebible:
“… no olvide que la cárcel es un terreno en el que crecen plantas que ustedes aún no han clasificado, y donde ocurren cosas que, hay que admitirlo, están más allá de toda ley”.
Una indagación social de este calado y en
semejante fecha de publicación no puede ignorar la cuestión judía, sobre todo
si el escritor pertenece precisamente a esa etnia. Como la novela de ideas que
es, los personajes, incluso los más secundarios, con el pretexto de relatar sus
vidas se embarcan en largas y complejas reflexiones que sirven al autor para
expresar su punto de vista. Abundan también las frases lapidarias: “Europa era una tienda de antigüedades”. Wassermann
moriría en 1934, poco después del ascenso de Hitler, cuando los efectos de su
política empezaban a sentirse en toda su virulencia pero, afortunadamente, no
pudo asistir a la quema de sus obras ni presenciar lo que sucedió más tarde.
PUBLICACIÓN: 1928 - CLÁSICO (VARIAS EDICIONES) - TRADUCCIÓN (PARA ACANTILADO - 2018): CARMEN DE MIGUEL Y JORGE SECA - PÁGINAS: 580 (aprox.)
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