TEXTOS: Decadencia de la novela (III) - Eduardo Mendoza 1999


LA MUERTE DE LA NOVELA O EL ARTE DE NO SABER CALLAR A TIEMPO

Es ya un tópico el que muchas polémicas revistan desde sus inicios un interés mayor que el tema sobre el que giran. Cuando esto sucede, los que intervienen suelen iniciar sus intervenciones con esta afirmación, es decir, que el tema no justifica los argumentos que a continuación se expondrán, pero que se expondrán de todos modos para evitar que el silencio pueda interpretarse como claudicación ante los argumentos del contrario. Algo así está sucediendo en el debate iniciado (o reiniciado, pues se trata, sin duda, de un debate tan antiguo como la Humanidad) a partir de unas declaraciones mías de hace ya dos años relativas a la crisis de la novela actual. Cuando dije lo que entonces dije (y enseguida repetiré) no pensé que mis palabras fueran a provocar ninguna reacción. Ni mi inserción en el campo de la teoría literaria (inexistente) ni los argumentos que entonces esgrimí (ninguno) justificaban, a mi modo de ver, al que fueran interpretadas como otra cosa que una opinión personal expresada en el curso de una entrevista. Sin embargo la reacción se produjo, y de un modo continuado y en diversos medios: informativos y académicos. En realidad, el debate nunca o casi nunca ha versado sobre mis palabras. Si algo dije, pronto se dejó de lado para entrar en un tema más amplio, al que yo no me había referido, es decir, al de la muerte o crisis de la novela. El que mis palabras suscitarán este debate mi hizo pensar en que el asunto estaba en el aire, y que yo me había limitado, con más ingenuidad que perspicacia, a arrimar una ascua a la mecha.
Ahora bien, como todos los que intervienen en el debate empiezan diciendo, ¿vale realmente la pena abordar el tema?, ¿a quién le importa si la novela se ha muerto o si se está muriendo o si sólo lo parece? A la primera pregunta responderé que probablemente a muchas personas. En esto no hay paradoja. A la literatura (no sólo a la novela) le ha pasado una cosa harto normal: que el éxito está apunto de acabar con ella. No es un descubrimiento el que de unas décadas a esta parte la cultura ha subido muchos peldaños en la escalera política y social. Se ha convertido en un importante elemento de prestigio externo y de cohesión interna; y también en una fuente de ingresos nada desdeñable. Hace cincuenta años se habría tachado de loco e idiota a quién hubiera dicho que la llamada civilización occidental, cuya razón de ser se fundaba en la ética del trabajo y la producción, se transformaría en una civilización de ocio, desmantelaría concienzudamente sus medios de producción y concedería más valor a un museo o a un teatro de la ópera que a una fábrica textil o a un complejo metalúrgico. Pero así ha ocurrido. De resultas de ello, el poder, político y económico, se ha apropiado de la cultura. Ahora la dirige y la explota. También la propicia invirtiendo ingentes cantidades de dinero y poniendo a su disposición el inmenso aparato de los medios de difusión, no sólo los más modernos, sino los más clásicos: la Universidad, la Academia, la pompa y circunstancia de los honores cortesanos. Por la naturaleza de su actividad, algunos artistas (por utilizar un término resbaladizo pero sencillo) estaban acostumbrados a ser figuras públicas: cantantes, músicos, actores, bailarines, etc. Otros, por el contrario, vivían en el subsuelo de la sociedad, en núcleos pequeños, homogéneos y autosuficientes: poetas, novelistas, compositores. Los pintores pertenecían a un género intermedio: su actividad era solitaria, como la del poeta, pero tenían un contacto mucho más directo con su clientela,. Todo esto ha cambiado. Ahora los escritores somos, dentro de ciertos, bienaventurados límites, personas públicas. Se solicita y propaga nuestra opinión sobre muchos temas, incluso literatura (o peor aún, nuestra propia obra), se solicita y propaga nuestra presencia física: en programas de televisión, mesas redondas, simposios, presentaciones de libros, inauguraciones de grandes espacios comerciales donde la cultura o sus derivados figuran entre las mercaderías más conspicuas.

Nada de esto nos debe escandalizar. El demonio consiguió hacer pecar a Adán y Eva y desde entonces no ha parado de inducirnos a dejar el buen camino. Como además de listo es maligno, nunca nos tienta con lo que nos apetecería: a los anacoretas les ofrecía bellísimas huríes y a nosotros, complicadísimos vínculos contractuales con gigantes multinacionales de la edición. El remedio, en ambos casos, es el mismo: la continencia.

Antiguamente el escritor al uso tenía problemas muy graves, empezando por el de la subsistencia. En cambio sabía muy bien quién era, qué hacía y cómo se tenía que comportar. Incluso sabía cómo tenía que vestir. Hoy en día el escritor, a poco que tenga oficio, puede vivir de escribir, pero ya no sabe dónde está. Si además le sonríe la fortuna, acaba convertido en un espécimen de aeropuerto y hotel, conoce la gastronomía de los cinco continentes y no vuelve a hablar jamás de literatura, que es, en el fondo, lo único que verdaderamente le interesa. Cuando lo hace, lo hace subido al estrado, frente a un magnetofón y a uno o varios fotógrafos. No hay espectáculo menos interesante. Supongo que por eso cuando alguien apunta un tema polvoriento y raído, como el de la muerte o crisis de la novela, que tiene resabios de vieja tertulia, salta al ruedo con un entusiasmo digno de esta causa, porque no hay otra mejor. ¿Me estoy yendo demasiado lejos? Supongo que sí.

Yo no dije en ningún momento que la novela hubiera muerto. Sólo dije que en estos momentos la novela tenía que replantearse su forma y su razón de ser. Este replanteamiento podía llevar a conclusiones luctuosas o no. Pero lo cierto era que no se podía seguir así. No es, por supuesto, la primera vez que esta necesidad se plantea. De hecho, cada novela que se escribe en el mundo pone en cuestión las que se escribirán a partir de ese momento. Algunas, bien es verdad, con más perentoriedad que otras. Lo mismo sucede con determinados acontecimientos históricos o culturales. No se puede escribir igual antes y después de la aparición del cine o de la televisión, o antes y después de la segunda guerra mundial.

¿Qué ha pasado en los últimos años que condicione la novela? No tengo una noción cabal ni exhaustiva de la situación, pero creo que algo importante, a saber, un cambio radical en el modo de leer. A este cambio han contribuido varios factores. Ya hablé una vez de la labor de las llamadas vanguardias, que consiguieron convertir al consumidor de arte en crítico de arte. La enseñanza académica, sobre todo a nivel escolar, con su empeño por forzar actitudes analíticas en los alumnos, también ha influido en este sentido. Supongo que hay más. Por ejemplo, la oferta de los medios audiovisuales, que ha desplazado en buena parte (aunque no del todo) la novela como forma de honesto entretenimiento. Por decirlo de un modo gráfico, la novela ha pasado del sofá al pupitre.

Lo dicho se aplica tanto a las novelas de nuevo cuño, que ya nacen con este condicionamiento, como a las que fueron escritas antes, incluso hace siglos. Quiero decir que las novelas que hoy leemos no son las novelas que entonces se escribieron, del mismo modo que la pintura que se pintó hace siglos para inspirar devoción en una iglesia no es la misma que hoy admiramos en la sala de un museo. El cambio de la mirada altera el sentido del cuadro y también su valor, aunque no niego que tal vez se altere a la alza. En cualquier caso, el éxito de algunas ediciones recientes de los clásicos, en las que el aparato crítico tiene un peso igual si no superior al texto original, parece corroborar lo que digo.

Ahora bien, en el supuesto de que yo esté en lo cierto, la pregunta es: ¿de qué modo este cambio o estos cambios han de afectar al novelista en el momento de sentarse a escribir una novela? La respuesta no sorprenderá a nadie: no lo sé. Pero no importa, porque la pregunta está mal planteada. Cuando un novelista se sienta a escribir una novela no piensa en estas cosas. Si las piensa, las piensa antes de sentarse. Y es posible que lo que piense le lleve a no sentarse. También es posible que le lleve a un estado de perplejidad que no es incompatible con la creación. Por lo general una novela no se escribe de un tirón en unas cuantas horas. Es un proceso largo, en el cual intervienen muchos elementos, algunos intuitivos, otros reflexivos, y a lo largo del cual se pasa por diferentes etapas. Hay momentos de desconcierto, no sólo con respecto a la palabra o al párrafo (éstos se producen cada diez minutos), sino sobre el sentido e incluso la sensatez de lo que se está haciendo. En estos períodos es donde interviene la reflexión sobre la novela en abstracto. Por una convención extraña, los novelistas se dividen en dos tipos: los que manifiestan que escribir es sufrir a todas horas, y los que manifiestan que escribir les produce un placer sin límites. No creo que la realidad sea tan radical. La tarea del novelista pasa por ratos buenos y ratos malos. No está mal: algunos oficios sólo ofrecen ratos malos a quienes los desempeñan.

Si alguien ha tenido la paciencia de leer hasta aquí, se habrá ganado el derecho a preguntarme, después de toda esta farfolla, si en definitiva creo que la novela ha muerto o no. Intentaré salir airoso con un símil. Para los antiguos egipcios una momia no era una persona viva, pero tampoco definitivamente muerta. Quizás ésta sea ahora la situación de la novela.
Eduardo Mendoza
[Publicado en el catálogo de Seix Barral, enero-marzo de 1999.]

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