La tierra de los abetos puntiagudos, de Sarah Orne Jewett
“En la vida de cada uno de nosotros, pensé, hay un lugar remoto y aislado, entregado a un eterno pesar o a una felicidad secreta. Todos somos ermitaños silenciosos o cautivos en algún momento de nuestra vida, y entonces comprendemos a nuestros hermanos de celda, sin importar la época a que pertenezcan.”
Placidez –una
condición que por su rareza nos parece hoy más valiosa que nunca– es lo que
transmite esta novelita. Y lo hace a través de su exquisita prosa, impecablemente
traducida, de la cotidianeidad de personajes y ambiente, y de las sencillas
peripecias que se muestran, con naturalidad y sin interferencias, como si cada
uno de los lectores atisbase a través de una gran ventana. Un perfume añejo (emanado
de una naturaleza que constituye el eje central, de unas vidas que se desenvuelven
al compás de las estaciones y hasta del mismo vocabulario) impregna toda la
lectura.
A principios
de verano y huyendo del bullicio de la urbe, la narradora decide refugiarse en un
pueblo costero del estado de Maine para escribir su próxima obra. Allí
encuentra alojamiento en casa de una viuda aficionada a las hierbas curativas
con la que acabará entablando una gran amistad.
Narrada al
modo de las cajas chinas, una técnica ligada a la tradición oral que le
inspirarían los relatos escuchados desde niña, la novela va desgranando diversas
historias secundarias. Unas desarrollan la trayectoria de ciertos personajes –como
la pobre Joanna, que renunció al
mundo para purgar la traición de otros, la anciana y valerosa madre de la
señora Todd, o Lijah Tilley, el viejo marino sumido en la nostalgia– otras son
narraciones puestas en boca de ellos mismos, como las fantásticas visiones del
capitán Littlepage.
Finalmente,
el lector se queda sin conocer ese texto misterioso que ha impulsado a la
narradora a retirarse. Pero intuimos que el tiempo no le cunde demasiado y que
lo que acaba llevándose de aquel lugar es un cúmulo de humildes historias que
más tarde cristalizarán en la novela que nos ocupa. Es ese detalle y el hecho
de que esté narrada en primera persona lo que nos convence de que narradora y
autora son la misma Sarah Orne Jewett, hija de médico, gran lectora, fallecida
hace poco más de un siglo y nacida en Nueva Inglaterra, cuya fisonomía y carácter
de sus gentes refleja en la veintena de obras que dejó, aunque solo esta y la
colección de relatos juveniles Una garza
blanca se hayan traducido al castellano.
Más que un
relato, La tierra de los abetos
puntiagudos podría considerarse la foto fija de un idílico paisaje, no solo
de un lugar concreto sino de toda una época –cuyo final ya se presentía– en la
que el amor al terruño, la lucha contra los elementos, la alegría de vivir y la
buena vecindad constituían los ejes de la existencia.
THE
COUNTRY OF THE POINTED FIRS – PUBLICACIÓN: 1896 (1ª EDICIÓN COMERCIAL EN
ESPAÑA: SEPTIEMBRE 2015 – EDITORIAL DOS BIGOTES) – TRADUCCIÓN: RAQUEL G. ROJAS
– PÁGINAS: 168
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