La mano invisible, de Isaac Rosa
A mitad del siglo XX triunfaban las novelas de tesis, por
entonces la censura asfixiaba los productos artísticos. Ya no somos tan
remilgados pero, tras décadas de experimentación formal en detrimento del
contenido, hace ya bastantes años que hemos vuelto a interesarnos por las
cuestiones éticas. Los casos de conciencia impregnan la literatura, el cine y,
en general, cualquier clase de ficción. Lo malo no es plantear dilemas morales,
sino pretender, más o menos
voluntariamente, adoctrinar a los lectores. La moralina nunca es un elemento
más de la trama pues acaba por tragársela enterita impidiendo que el público
disfrute con las cualidades estéticas de rigor.
Esto es lo que ocurre en esta novela. Aunque reconozco que
va mejorando a medida que el autor toma las riendas de acción y personajes,
nunca acabamos de desembarazarnos del peso de esas terribles (e inacabables) diez primeras páginas en las que un albañil describe su soporífero trabajo, paletada
a paletada, sin ahorrarnos ni un solo de los gestos imprescindibles para
levantar una pared de ladrillos. A continuación, el autor la emprende con unos
cuantos oficios más –con esquirol incluido en el paquete– en los que mantiene
la misma o parecida tónica. Por fortuna, va sintiéndose paulatinamente incapaz
de soportar el tedio de tanta descripción más que minuciosa y no tiene otro remedio
que aligerar, un poco más con cada nuevo personaje que introduce.
El título, ya se habrán dado cuenta, alude a la famosa
teoría de Adam Smith, según la cual la economía capitalista tiene la virtud de
regularse a sí misma, dando origen a un ultraliberalismo económico que campa a
sus anchas desde aquel siglo XVIII y cada vez con mayor virulencia. Pero para
mostrar la alienación de los trabajos manuales no hace ninguna falta alienar a
los lectores, al contrario, siempre se ha alabado en los genios de la narrativa
su capacidad de crear un mundo con unas cuantas pinceladas bien distribuidas, encomiable
labor de síntesis que Isaac Rosa no ha tenido a bien llevar a cabo aquí.
Tanta minuciosidad descriptiva parece suficiente para
cumplir el objetivo previsto, a saber, denunciar la asimétrica relación que se
establece entre empleado y empleador; mostrar las circunstancias embrutecedoras
(unas más y otras menos, porque hasta en esto hay grados) que soporta quien ha
de repetir la misma tarea una y otra vez, o bien, intentar convencer a potenciales
clientes de las ventajas de una supuesta oferta, con sonrisa falsa y consciente
de la inexactitud de lo que anuncia; o el que tiene que hacer de comodín,
dispuesto a realizar cualquier encargo al momento; o quien limpia lo que han
ensuciado otros; o el que ha de poner
buena cara a los clientes y aguantar la verborrea inacabable de quien lleva ya
unas cuantas copas. Pero el autor no se conforma con detallar excesivamente, además,
extrae las conclusiones que considera necesarias, no sea que a los lectores nos
pasen desapercibidas. O sea, nos toma por (muy) tontos. Ahí va un botón de
muestra:
“… la lista de motivos por los que
prefería seguir siendo tropa y no ascender, porque cono soldado raso se sentía
con fuerza suficiente para resistir, pero no estaba tan segura de ser fuerte
para, en caso de tener poder, en caso de tener subordinados, no acabar siendo
como ellos, no acabar ella también participando en el juego del mando y la
obediencia que siempre iba más allá de lo necesario para el funcionamiento de una
estructura jerárquica, unos deciden y otros acatan, unos exigen y otros
entregan, unos mandan y otros obedecen, iba más allá y si aceptabas jugar
podías acabar convirtiéndote en otra pieza del engranaje, no ya la pieza que
gira, la que levanta el pistón, la que golpea, sino la pieza que marca el
ritmo, la que fuerza la máquina, la que introduce más tensión en el circuito,
la que aquí les envía un correo o les llama por teléfono cada semana para decidir
y que ellos acaten, para exigir y que ellos entreguen, para mandar y que ellos
obedezcan con la naturalidad con que se aceptan las relaciones de poder en el
trabajo, naturalidad no exenta de fricciones, de roturas, de resistencia, de
violencia, pero naturalidad al fin, porque se acepta que desde el momento en
que uno paga y otro cobra, el que paga adquiere poder y el que cobra se sabe
obligado, y una vez que admites eso lo demás solo es una cuestión de alcance,
de equilibrio…”
En realidad, el tono del texto –cuya prosa, por cierto, su
autor no se ha esmerado mucho en pulir– tanto en lo que concierne al retrato de
unas realidades concretas como a las conclusiones de índole ética y política,
así como la ideología que se desprende de todo ello –con la que no puedo decir
que esté en desacuerdo, todo lo contrario– corresponde más a un ensayo que a
una obra de ficción. Pero aquel requiere una altura teórica, unos supuestos
novedosos y una complejidad de conclusiones que exceden con mucho las
posibilidades que encontramos aquí, incluso si en algún momento incluye
párrafos verdaderamente ensayísticos, puros fragmentos sin hondura ninguna,
supuestamente transcritos por el personaje de la mecanógrafa. Hablando en
plata, en La mano invisible lo que
hay es mucho ruido y pocas nueces, nada
que no podamos notar mirando a nuestro alrededor, y mucho menos de lo que
filosofía, teoría política y sociología llevan repitiendo desde los principios
de la revolución industrial. Ni siquiera se recogen, o de forma muy somera, las
innovaciones imprescindibles para renovar el discurso adaptándolo al desarrollo
de las nuevas tecnologías.
El tedio está asegurado, luego no digan que no se lo
advertí.
PUBLICACIÓN: 2011 – EDITORIAL: SEIX BARRAL
– PÁGINAS: 384
En lo que a mí se refiere, Molina, tus advertencias nunca caen en saco roto. Esta tendencia a la tesis la he comprobado también en otra autora que (me parece) es, como Isaac Rosa, muy de izquierdas, Belén Gopegui, pero con una diferencia: mientras que las novelas de Belén Gopegui se me ponen muy cuesta arriba, las de Isaac Rosa (he leído "El país del miedo", "La habitación oscura" y "El vano ayer") siempre han tenido para mí un hilo que ha mantenido mi interés, a pesar de su innegable tendencia a la tesis. Te diré que "El vano ayer" la comentamos en un club de lectura en el cual hay un amigo que es socialista y que estaba francamente cabreado con la visión en exceso proPCE (¡toma ya neologismo quevediano!) que daba el señor Rosa, pero, cuando le entrábamos por el lado literario, se quedaba sin argumentos, porque, en ese aspecto, esa novela de Mr. Pink es bastante buena. Las otras dos a lo mejor no son tan buenas formalmente, pero tienen una virtud que en este autor es innegable, la de tocar temas inquietantes de manera inquietante.
ResponderEliminar(Contestado desde el correo por despiste, lo copio aquí)
ResponderEliminarHola Guachimán.
Lo primero, gracias por la confianza. Por cierto, ¿qué te pareció Meridiano de sangre? Espero que no te hayas arrepentido de leerlo.
De Gopegui, tengo un par de libros suyos en casa desde hace mil años pero nunca les toca el turno a los pobres, siempre se interponen otros. Y es que no me suelo acordar de esta autora, no es un olvido fundamentado, seguro que tiene mucho que ofrecer, pero es lo que hay. Aunque, después de lo que dices, no sé si me voy a animar pronto.
A Rosa he llegado a través de los Tertulectos. Es lo primero que leo suyo y literariamente me ha dejado bastante fría, pero si dices que tiene libros mejores me lo apunto.