No son todos los que están (en el mundo literario)

Hace pocos días, un comentarista de otro blog intentaba rebatir una afirmación mía referida al hecho literario. Decía yo que la literatura no es responsable de las barrabasadas que se cometen, invocando o no su nombre. En concreto, me estaba refiriendo a Salman Rushdie, pero podía haber hablado de Saviano, o de otros muchos quizá menos represaliados que estos. Recordemos que se llegó a relacionar las obras de Nietzsche con las atrocidades cometidas por los nazis, dicho sea por poner un ejemplo. Craso error. No hay que perder de vista que la literatura se limita a utilizar la realidad para crear arte, que se conforma con dar testimonio, hacernos reflexionar o divertirnos. Todo esto justifica al escritor y a la obra descargándolos de cualquier acusación. Por si no ha quedado suficientemente claro, me remito al manido ejemplo de la neutralidad ética del cuchillo. O la del automóvil. Dos armas potenciales con funcionalidades incuestionablemente prácticas.
Pero, ojo, cuando dije literatura, me refería, claro está, a la literatura y solo a ella, no a cualquier texto escrito por quién sabe qué persona con no se sabe qué intención. Si hubiese querido decir eso, habría utilizado otra palabra. Mi espontáneo comunicante respondía utilizando otros vocablos (sermones, correspondencia falsificada, diarios personales, y hasta la orden “Apunten, fuego” emitida al pelotón directamente). Nadie dudará de que ninguno de ellos, en un contexto real, tenga nada que ver con el hecho literario. El error se debe a la confusión entre literatura y palabras. Las palabras pueden ser, y de hecho son, responsables de casi todo. Excepto cuando experimentan una elaboración tal que llegan a considerarse un artefacto artístico. Convengamos en que el pollo y el caldo no son la misma cosa. La literatura vendría a ser un caldo de realidad elaborado a fuego muy, muy lento y con una gran cantidad de ingredientes, todos de primera calidad.
(Nótese que en ningún momento he hablado de buena o mala literatura. Cuando digo literatura, me refiero al arte elaborado con palabras, y en ese caso solo hay una, no hay medias tintas en esto. Cualquier engendro que utilice los mismos materiales podrá calificarse de lenguaje coloquial, panfleto, folletín o lo que sea. La auténtica y genuina permanecerá siempre al margen. En otro nivel. A salvo.)
No quiero decir con esto que se halle libre de ideología. Novela, poesía, ensayo, naturalmente, hablan de nosotros y del mundo que nos rodea interpretándolos según la particular idiosincrasia de su autor. Ese es su objeto: colocarnos el mundo delante, convenientemente filtrado por una óptica particular y compleja. A partir de ahí, lo que cada uno haga con ella es asunto suyo. No hay excusas para el asesinato, ni Simenon ni Agatha Christie pueden invocarse de forma convincente ante un juez. De lo contrario, caeríamos en una ñoñería insulsa, no podríamos escribir más que idealizaciones, fábulas, puros cuentos para niños bobos, se prescindiría de la carga crítica, la sátira, la indagación psicológica y otros muchos recursos que ponen en marcha el intelecto y consiguen aportar claridad a nuestra realidad interna y externa.
El gran escritor que fue Francisco Ayala –citado por Andrés Amorós en su ensayo Introducción a la literatura (Círculo de Lectores, 1988 – Pag. 135)– se expresaba así:
“La literatura se hace con palabras, y las palabras son signos, comportan ideas que nunca tienen esa neutralidad relativa de los materiales con que el pintor pinta su cuadro y el escultor esculpe su estatua. Si en todo caso el arte puro es una aspiración inalcanzable, la poesía pura es, desde luego, empeño desesperado. En la expresión estética lograda mediante formas literarias se alojará siempre un elemento intelectual cuya eliminación completa, si posible fuese, haría fútil del todo la obra misma. Y ese elemento intelectual es perturbador, porque lo que pudiéramos llamar contenido racional de la literatura compite en su propio derecho con la forma artística disputándole el interés de los lectores. Éstos reciben simultáneamente con la impresión estética un mensaje intelectual que no consiste en el mismo grado de subordinación a que otros materiales se someten, pues su importancia para la calidad de la obra resulta decisiva. El mensaje podrá disimularse, adelgazarse deliberadamente y llegar a ser muy tenue; pero puede también alcanzar en cambio una intensidad enorme, acrecentada por las virtudes de la expresión poética. La literatura, pues, no sólo suscita emociones estéticas, sino que transmite siempre, a la vez, una explícita interpretación de la realidad.”
Y sigue diciendo Amorós:
“¿Cabe una literatura puramente fónica, sin significado, que se limite al encanto sensual y lúdico de la musicalidad? Según lo que llevamos dicho, parece claro que no. Y eso se comprobaría si analizáramos detalladamente los casos extremos: cantarcillos tradicionales, poesía afro-cubana, jitanjáforas…”
Concluyendo, no usemos el arte para justificar nada. Ello supondría una profanación de lo único sagrado que tenemos: la expresión de nuestro ser sublimada por los insondables mecanismos de la creación humana y artística.

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