Blanco nocturno, de Ricardo Piglia


 
Ambientada en los años setenta y a medio camino entre lo realista y los laberintos de la mente, esta novela se inicia con un crimen y un investigador que se afana por resolverlo. Está narrada en tercera persona, con un tono meditabundo que consigue atrapar al lector convenciéndole de que las reflexiones son para él solo, como si se estuviese desarrollando un monólogo con un único y cercano oyente.

La víctima es un puertorriqueño educado en Estados Unidos que, en un casino de Atlantic-City, conoce a las hijas de un terrateniente e impulsado por su acomodado aspecto, inicia una relación con ellas. Si es con una sola o con las dos a la vez es cuestión que se deja en penumbra, aunque todo parece reducirse a habladurías y solo se acuesta con Ada. Esa ambigüedad da lugar, no obstante, a alguna insinuación algo morbosa. Tampoco está muy claro si Tony Durán llega al pueblo buscando a la gemela, por puro interés económico o ambas cosas a la vez.

A pesar del argumento, Blanco nocturno no puede adscribirse al género policiaco porque en él los hechos son relativos o quedan difuminados, también por su morosidad, porque se interesa más por lo que ocurre en el interior de los personajes que en la vida, porque no distingue entre realidad e idealismo, y porque la trama se muestra indecisa en lugar de avanzar resueltamente hacia la conclusión final.

El periodista Emilio Renzi es el alter ego de Piglia, quien constata, organiza y transmite, un sujeto que no resultará desconocido pues aparece en obras anteriores, aunque por él nunca pasa el tiempo. El diálogo paralelo que sostiene con Sofía, destacado por la cursiva del resto del relato, va pautando este y mostrando la realidad de los hechos, permitiendo así que el lector se oriente un poco en aquel laberinto de alusiones.

En el centro de la narración encontramos a Luca Belladona, hermano de las gemelas e individuo donde confluye todo: tensiones familiares y económicas, los oscuros motivos que impulsan al crimen así como la codicia de unos cuantos. Curioso personaje este que vive al margen de todo y de todos, concentrado en sus peculiares objetivos, siendo no obstante el foco de atención del pueblo entero, de los investigadores y de los miembros de una familia en conflicto, unida en su radical desunión, que subsiste alimentando el rencor por situaciones pasadas que se perpetúan en el presente.

Si Luca es el visionario y genio de la técnica, el comisario Croce se presenta como un iluminado que resuelve los casos por pura intuición. No puede probar, ni siquiera razonar, lo que imagina pero siempre acaba dando en el clavo. Dos personajes extraordinarios que, sin embargo, fracasan, porque la sociedad no funciona así.

El borgiano tema del doble aparece de forma recurrente. En primer lugar, las gemelas, pero también un asesino del que solo se sabe que es pequeño, aunque hay más de una persona pequeña, en concreto, dos. Por otra parte, el comisario Croce y Renzi forman una pareja del estilo de Sherlock Holmes/Watson o Sancho/don Quijote, pero este no es un binomio estable: antes de Renzi, el Watson particular de Croce era Saldías, que acaba por traicionarle. También hubo dos esposas del patriarca de la familia, dos hijos varones y, presumiblemente, dos padres. Se trata de duplicidades cambiantes cuyas transformaciones marcan el fluir del tiempo.
Con igual protagonismo que los personajes encontramos:

El dinero (herencia, tráfico de divisas, robos, apuestas). Estimula la codicia, pero también es un indicativo del radical desinterés de Luca que, sumido en sus desquiciados desvaríos, es incapaz de ver más allá.

El terruño, la pampa. Ese lugar llano, aislado, monótono, plagado de cotilleos, habladurías y rencor, que produce un rechazo temeroso y, al mismo tiempo, atrae a forasteros y provoca la nostalgia del que emigra.

La idea de la reclusión autoimpuesta parece remitir a las trabas que la gente crea y por tanto asume para sí mismo y los otros. Tanto el comisario Croce como Luca o la mujer de su padre viven voluntariamente encerrados de forma más o menos permanente. Carecemos de libertad, pero esta no la marca el destino ni hemos de padecerla debido a leyes naturales como el frío o la lluvia. A veces, ser libre es demasiado complicado, y que los demás lo sean todavía más.

El crimen. Se mata a un forastero para arreglar cuentas propias, las de los foráneos, con las que el pobre Durán tuvo la desgracia de hacer tratos, de interponerse en aquella enrevesada lucha por la fortuna familiar en la que los extraños se implican igualmente.

Una muerte que produce otras, bien por remordimiento de los que menos culpa tienen, bien por pura impotencia.

Un juicio que es, en realidad, una trampa si no una pura pantomima. Ya sabíamos que artimañas legales, convenciones e intereses pueden aliarse para dar lugar a un enorme despropósito, pero abruma la contundencia con que se muestra aquí.

La verdad absoluta -y su dificultad para sacarla a la luz incluso si se conoce de antemano- junto al triunfo de esas pequeñas verdades relativas que, en un momento dado y a pesar de la injusticia que conllevan, satisfacen a los que ostentan el poder.
 
–Pero, en definitiva, ¿cuál es la verdad?
Croce lo miró, resignado, y sonrió con la misma chispa de ironía cansada que ardía siempre en sus ojos.
–Vos leés demasiadas novelas policiales, pibe, si supieras cómo son verdaderamente las cosas... No es cierto que se pueda restablecer el orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve... No hay ninguna lógica. Luchamos para restablecer las causas y deducir los efectos, pero nunca podemos conocer la red completa de las intrigas... Aislamos datos, nos detenemos en algunas escenas, interrogamos a varios testigos y avanzamos a ciegas. Cuanto más cerca estás del centro, más te enredas en una telaraña que no tiene fin. Las novelas policiales resuelven con elegancia o con brutalidad los crímenes para que los lectores se queden tranquilos.

 ¿Qué es la verdad? Se pregunta Piglia. En la escena del entierro de Luca, el seminarista –su acólito- dice:
 
La muerte es una experiencia aterradora. (…) Frente a ese peligro existen dos formas de experiencia que protegen del terror (…) Una es la certidumbre de la verdad, el continuo despertar hacia la comprensión de la “necesidad ineluctable de la verdad”, sin la cual no es posible una vida buena…”
A continuación lee unos versículos del evangelio (san Juan, XVIII, 37), “Y dijo Jesús: “Para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Qué es la verdad, todo aquel que pertenece a la verdad escuchará mi voz”. Y le contestó Poncio Pilatos: “¿Qué es la verdad? ¿De qué verdad hablas?” Y luego se dirigió a los jueces y a los sacerdotes: Yo no veo en este hombre ningún delito.»

La verdad es imprescindible pero se cubre o se disfraza y es difícil desvelarla del todo. Mi verdad, la de novela, -parece decir Piglia- aparece ahí, rotunda, entre tanto disfraz y tanta máscara, está a vuestra disposición, no tenéis más que apartar las capas que la ocultan. Todo esto, no solo nos remite a la dificultad de discernir lo real en la vida, también tiene un matiz metaliterario.

Detrás de tanta paradoja trascendente, lo que queda es el recuerdo de un tiempo en que nada era definitivo aún, en que todo tenía remedio, pero entonces uno está ciego y le es imposible avanzar en la dirección correcta. Precisamente, lo único que hubiese hecho falta antes de que fuese demasiado tarde era eso: conocer la verdad.


PRIMERA EDICIÓN: 2010 - EDITORIAL ANAGRAMA (COLECCIÓN NARRATIVAS HISPÁNICAS) – PÁGINAS:  304
 

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