Orlando, de Virginia Woolf
"Las gitanas, salvo en algún detalle importante, difieren poquísimo de los gitanos" V. W.
Me gusta imaginar a Virginia Woolf en un período de su vida en que decidió hacer lo que le viniese en gana. No es que no lo hubiese hecho hasta entonces, pero el quehacer de la escritora es duro, exige una gran disciplina, más aún cuando te has encomendado a ti misma ser la gran innovadora del idioma. En un momento dado, con suficiente oficio para permitírselo, dejó de experimentar con el lenguaje y se dedicó exclusivamente a inventar. Hasta eso, la invención, habría reprimido por exigencias de una prosa depurada, casi de laboratorio.
Probablemente, y sigo imaginando, la idea surgió por casualidad. Estaba la Woolf esbozando un relato de corte clásico, con un protagonista noble y soñador que desahoga su melancolía escribiendo versos y, de pronto, sintió un hastío terrible. Decidió que no quería seguir escribiendo esa historia. Sin embargo, el material era aprovechable, no tenía más que dar un giro e inventar. ¡Inventar! eso que estaba deseando. Quizá pensó que podía hacer con el argumento lo que había hecho hasta entonces con la prosa: retorcerlo, jugar con él a su antojo, extraer belleza de acontecimientos y situaciones. Y olvidó todos los límites, los de tiempo, espacio, convenciones (sociales, estructurales, narrativas) para narrar con entera libertad la vida de un ser verdaderamente libre. El muchacho del principio atraviesa las más variadas situaciones, se traslada de una lado a otro, modifica la clase social cuando gusta (llega a convivir con una tribu gitana), se convierte en mujer en un momento dado –pero sigue conservando su identidad porque el sexo no está en el cerebro–, debe embarcarse en pleitos para no perder, con la reciente feminidad, sus derechos sucesorios, permanece recatada y discreta cuando la época lo exige, se casa para poder triunfar como escritora, es madre, y transita por los siglos sin dejar de escribir nunca.
Probablemente, y sigo imaginando, la idea surgió por casualidad. Estaba la Woolf esbozando un relato de corte clásico, con un protagonista noble y soñador que desahoga su melancolía escribiendo versos y, de pronto, sintió un hastío terrible. Decidió que no quería seguir escribiendo esa historia. Sin embargo, el material era aprovechable, no tenía más que dar un giro e inventar. ¡Inventar! eso que estaba deseando. Quizá pensó que podía hacer con el argumento lo que había hecho hasta entonces con la prosa: retorcerlo, jugar con él a su antojo, extraer belleza de acontecimientos y situaciones. Y olvidó todos los límites, los de tiempo, espacio, convenciones (sociales, estructurales, narrativas) para narrar con entera libertad la vida de un ser verdaderamente libre. El muchacho del principio atraviesa las más variadas situaciones, se traslada de una lado a otro, modifica la clase social cuando gusta (llega a convivir con una tribu gitana), se convierte en mujer en un momento dado –pero sigue conservando su identidad porque el sexo no está en el cerebro–, debe embarcarse en pleitos para no perder, con la reciente feminidad, sus derechos sucesorios, permanece recatada y discreta cuando la época lo exige, se casa para poder triunfar como escritora, es madre, y transita por los siglos sin dejar de escribir nunca.
¡Brindemos por Orlando y por Virginia!
CLÁSICO. 1ª EDICIÓN: 1928
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