¿Es posible descifrar la poesía moderna?
Cada vez que hablo de poesía contemporánea –es decir, la producida a partir de la Generación
del 27– tropiezo con la eterna cuestión: “Es
que yo no la entiendo, por eso no me gusta”. Me parece una excusa demasiado
pobre y que revela una comodidad inexcusable. Porque, a primera vista, tampoco
se entiende a Kafka. Ni a Picasso. Ni a otros muchos, naturalmente: imaginen
aquí un gran espacio en blanco y pongan en él todos los nombres que se les
ocurran. Y cualquier persona medianamente culta ha realizado desde siempre el
esfuerzo necesario para no perderse ni una sola de las maravillas que encierran
sus obras.
En cualquier caso, no
entender no implica incapacidad para el disfrute. La gran mayoría de los
magníficos poemas en verso libre que existen en castellano está lleno de sonidos agradables y de imágenes
sugerentes. Así que, en un primer momento, entender no hace ninguna falta. Pero
es que, además, a primera vista, le está vedado el sentido –parcial o completo–
incluso a los que entienden. Es más, otros autores de poesía hermética tampoco
pueden descifrar su sentido tan pronto como podríamos esperar. Incluso al propio autor, a veces,
le cuesta recordar qué quiso decir en su día, sobre todo si ha pasado mucho
tiempo desde que lo escribió y se encuentra una etapa creativa muy diferente de
aquella.
Para entender esta clase de poemas, siempre hace falta una reflexión posterior. En
cambio, para disfrutar de ellos solo hay que leer atentamente. La explicación
llegará más tarde, por nuestros propios medios o los de otros. Y si no llega
nunca no importa. ¿Alguién se pregunta qué quiso decir Betoven cuando escribió
sus sinfonías? ¿O Bach o Mozart o cualquiera de los grandes músicos?
Por algún motivo, he destacado la expresión “en castellano” así que vuelvo a ella. Cuando hablo de poesía me
refiero a la que se conserva en su idioma original. Castellano, inglés, chino…
Da igual siempre que seamos capaces de descifrar tanto el vocabulario como la sintaxis
así como disfrutar de su armonía fónica. Una traducción es una experiencia
cultural, imprescindible para acercarnos a poetas que jamás podríamos conocer
de otra forma pero estéticamente no es intercambiable. Lo que se transmite es
el significado grosso modo, nada más –y nada menos– que eso. Quien piense que
conoce la poesía romántica alemana, por ejemplo, sin saber una palabra de
alemán está tan equivocado como un japonés que no hable español y crea que puede
degustar el Romancero gitano de Lorca
de la misma forma que nosotros. Aquí ocurre justamente lo contrario: se
comprende pero no se disfruta. Y eso confirma la tesis del principio: no hay
que confundir placer y comprensión pues se trata de procesos radicalmente distintos.
Veamos este ejemplo:
“Era un pequeño dios: nací inmortal.
Un emisario de
oro
dejó eternas y vivas las aguas de la
mar,
y quise recluir el cuerpo en su frescura;
pobló de un son de abejas los huertos de
naranjos,
y en torno a tantos frutos se volcaba el
azahar.
Descendía, vasto y suave, el azul
a las ramas más altas de los pinos,
y el aire, no visible, las movía.
El silencio era luz.
Desde el centro más duro de mis ojos
rasgaba yo los velos de los vientos,
el vuelo sosegado de las noches,
y tras el rosa ardiente de una lágrima
acechaba el nacer de las estrellas.
El mundo era desnudo, y sólo yo miraba.
Y todo lo creaba la inocencia.
El mundo aún permanece. Y existimos.
Miradme ahora mortal: sólo culpable.”
Francisco Brines, Mis dos realidades. Incluido en Insistencias
en Luzbel
¿Alguien ha entendido
algo? Probablemente sí. De todas formas, trataré de interpretar lo que Brines quiso
decir cuando lo escribió.
Según afirman sus
críticos, el hermetismo de sus composiciones radica en la complejidad de su
pensamiento, no en un vocabulario o una sintaxis especialmente difíciles. Y, efectivamente,
en este hermoso poema podemos comprobar que es así.
Concretando más –y según
la interpretación de Ricardo Senabre en Claves
de la poesía contemporánea– esa extensa primera parte se refiere a la niñez
del autor. La otra, de solo dos versos, aparece tras el espacio en blanco y en
ella pretende condensar el significado de su etapa adulta.
El niño (“pequeño dios”)
habita un mundo desnudo, en su mente todo lo crea la inocencia y no tiene
conciencia de la muerte pues se limita a experimentar. En este caso, se trata
de su percepción del paisaje valenciano, lugar donde transcurrió su infancia,
como evidencian las expresiones “aguas de la mar” y “huertos de naranjos”. Según Ricardo
Senabre:
“en el poema de Brines el paraíso constituye un lugar, un entorno físico cuyas características sensoriales se detallan minuciosamente (…) El “emisario de oro” es el sol, concebido como fuerza vivificadora, que trae la luz y la vida de un más allá desconocido (por eso es un “emisario”). La determinación “de oro” alude al color pero también al carácter valioso del oro, que realza inmediatamente el objeto de que se trate.”
El oro, pues, alude al
clima mediterráneo, pero también al tesoro que suponen los primeros años en el
imaginario de la mayoría. Un mundo idílico –poblado por abejas, azahar, tonos
azules, pinos, luz, silencio, lágrimas de color rosa (es decir, felices) y
estrellas nacientes– que permanece en parte y en parte ha sido anulado por la
certeza de la muerte y la aparición de la culpa y en cuya gestación se rastrea
cierto bucolismo renacentista. Pero Senabre aporta aún más pistas:
“… la estructura vocálica del verso, que parte, en el primer hemistiquio, de un predominio de vocales cerradas para desembocar finalmente en una sucesión de aes (“se volcaba el azahar”) que invade el texto y sugiere, a la vez, la actitud maravillada del contemplador boquiabierto. Además, tampoco el azahar es tan solo un motivo paisajístico; aporta una nota de color y una connotación de pureza…”
En definitiva, y según
la interpretación de Senabre, se trata de una “contemplación maravillada” del
niño opuesta a la desengañada y consciente del hombre.
Si ahora volvemos a
leer el poema paladeando cada una de sus sílabas, disfrutaremos un poco más que
antes, y el placer se intensificará cada vez. ¿Ayuda en algo que sepamos lo que
quiso decir Brines? Por supuesto que no. Si no me creen, escojan cualquier otro
poema del mismo libro y hagan la prueba. Nadie les ha explicado lo que quiere
decir, pero después de leer el anterior estarán mucho más familiarizados con su
mundo y en especial con sus peculiaridades fonéticas.
Lean:
"¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza del mar?
El bosque estaba tras de mí; lo conocían
mis oídos: el rumor de sus hojas,
la confusión del canto de sus pájaros.
Sonidos que venían de un remoto lugar.
Y el mar del otro lado, golpeando
la frente, sin rozarla,
cubriéndola de gotas. Era mi piel
quien descubría su frescura,
mi soñoliento olfato quien entraba en el pecho
su duro olor.
¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza del mar?
Porque no había más, en el lugar del pecho,
que una extendida sombra.
(¿Mas qué frío candente mis párpados abrasa,
qué luz me desvanece, qué prolongado beso
llega hasta el mismo centro de la sombra?)
Joven el rostro era,
sus labios sonreían,
y el retenido fuego de su cuerpo
era quemada luz.
Entramos en el mar, rompíamos
el cielo con la frente,
y envueltos en las aguas contemplamos
las orillas del bosque,
su extensa fosquedad.
Miré, tendidos en la playa, el rostro:
contemplaba las nubes;
y el retenido fuego de su cuerpo
era un sombrío resplandor.
Penetramos el bosque, y en las lindes
detuvimos los pasos;
perdido, tras los troncos, miramos cómo el mar
oscurecía.
Tenía triste el rostro,
y antes que para siempre envejeciera
puse mis labios en los suyos.”
El bosque estaba tras de mí; lo conocían
mis oídos: el rumor de sus hojas,
la confusión del canto de sus pájaros.
Sonidos que venían de un remoto lugar.
Y el mar del otro lado, golpeando
la frente, sin rozarla,
cubriéndola de gotas. Era mi piel
quien descubría su frescura,
mi soñoliento olfato quien entraba en el pecho
su duro olor.
¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza del mar?
Porque no había más, en el lugar del pecho,
que una extendida sombra.
(¿Mas qué frío candente mis párpados abrasa,
qué luz me desvanece, qué prolongado beso
llega hasta el mismo centro de la sombra?)
Joven el rostro era,
sus labios sonreían,
y el retenido fuego de su cuerpo
era quemada luz.
Entramos en el mar, rompíamos
el cielo con la frente,
y envueltos en las aguas contemplamos
las orillas del bosque,
su extensa fosquedad.
Miré, tendidos en la playa, el rostro:
contemplaba las nubes;
y el retenido fuego de su cuerpo
era un sombrío resplandor.
Penetramos el bosque, y en las lindes
detuvimos los pasos;
perdido, tras los troncos, miramos cómo el mar
oscurecía.
Tenía triste el rostro,
y antes que para siempre envejeciera
puse mis labios en los suyos.”
Francisco
Brines, Ardimos en el bosque
¿Verdad que encuentran ese
segundo poema más bello que el anterior aunque no hayan comprendido gran cosa?
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