Tirano Banderas, de Ramón del Valle Inclán

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No sé si será defecto o virtud, pero he de confesar que apenas releo. Me fijo en la enormidad de lo que me queda aún por descubrir y prefiero dedicar mi tiempo  a lo nuevo antes que a revisar lo ya conocido. Pero si alguna excepción hay que hacer, es precisamente en este caso.
Tirano Banderas, considerada con justicia una de las mejores novelas en lengua castellana del siglo XX, participa de la estética esperpéntica. El esperpento no es más que una deformación estilística que los artistas han realizado a veces para añadir expresividad a sus obras. Podemos encontrar antecedentes en el barroco europeo con ejemplos tan ilustres en el arte español como El Greco, Cervantes, Quevedo o Goya, pero en la estética contemporánea a Valle se inscribe en una corriente capitaneada por el expresionismo alemán.
El esperpento lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento... Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.”
(Luces de bohemia, escena XII.)
Según afirma Lázaro Carreter, (citado por Umbral) Valle no abandona aquí las técnicas modernistas, al contrario, las lleva a su culminación. Esto, no obstante, como precisa el mismo Umbral, no contradice la técnica esperpéntica. Lo que ocurre es que en esta obra Valle realiza lo que el escritor contemporáneo llama modernismo de lo feo, los materiales que presenta en relieve modernista no son brillantes ni refinados sino degradados, crueles y deformes. Con ella alcanza su última etapa modernista y demuestra una vez más que el verdadero artista puede hacer arte de cualquier material, hasta del más bajo y despreciable.

En palabras de Umbral, “esa novela de asunto político y dramático le exige una prosa urgente, nerviosa, impactante, dura, ágil, seca, pero muy expresiva, muy expresionista...” en la que se reúnen e integran voces procedentes de varios dialectos hispanos. Este carácter rápido, crispado de la prosa se justifica por la naturaleza de lo narrado (violencia, asesinatos, revolución) en una adecuación perfecta entre forma y contenido. Su estilo es, desde este punto de vista, mestizo y también indigenista y solidario. El espíritu del pueblo en lucha está presente en los diálogos plenos de resonancias campesinas y rebeldes.

Personalmente, la considero un largo poema, modernista y en prosa, plagado de americanismos, con algún fragmento más prosaico. Encontramos el factor lírico, no solo en el léxico, también, y sobre todo, en el trepidante y apasionado ritmo del lenguaje, en los diminutivos, las frecuentes onomatopeyas que lo puntúan y en esas repeticiones de, imágenes tanto de lugares como de personas, de exclamaciones y comentarios del autor, de escenas y acciones, frases enteras que sirven de estribillo a esta gran composición poética. Encontramos también en muchos capítulos multitud de metáforas que muestran una realidad más allá de lo evidente, en las que se revela el Valle más profundo, incluso filosófico, y cuyo sentido solo puede desentrañarse leyendo muy atentamente.

Además, por la brillantez y musicalidad del lenguaje, la contundencia de las escenas y las alusiones a lo sobrenatural (Banderas se refiere a movimientos del universo que acarrearán consecuencias sobre aquellas latitudes, la prostituta Lupita la Romántica adivina el pensamiento del Licenciado Veguillas propiciando su arresto, Zacarías el Cruzado carga con los restos de su bebé como amuleto que le salvará de peligros) anticipan el futuro realismo mágico.

La estructura es sencilla. La narración se desarrolla en una sucesión de cuadros que van enmarcando progresivamente a los personajes dentro del voluntario desenfoque del esperpento. Valle pone su prosa barroca, cruel y desgarrada –enriquecida en los diálogos con numerosos modismos americanos–, al servicio de una causa: condenar el abuso de poder personal, legado por España a sus colonias atlánticas. Tirano Banderas no es sólo una sátira feroz contra la figura del tirano –calavera con antiparras, momia taciturna, agarrotado en una inmovilidad de corneja ladrona– sino contra todo el medio que le rodea: carcamales diplomáticos, gachupines de expresión hepática, licenciados, coroneles, inquisidores... Valle Inclán, que hizo de su propia vida una invención, inicia con Tirano el camino de la novela de compromiso al adoptar una postura crítica frente al poder y la sociedad de su época.

Nuestro autor conocía la realidad americana de primera mano por haber estado varias veces en Méjico y pensaba que la revolución violenta era la única solución que le quedaba a ese país. Mediante la burla, la caricatura y la insolencia, ataca a una realidad histórica, política y social que le parecen deleznables. Esa crítica inmisericorde honra a un Valle solidario que, a pesar de ser español, ataca sin piedad a sus paisanos destapando todas sus lacras, aireándolas sin el menor escrúpulo y poniéndose del lado de los débiles, otorgando, con el inicio del subgénero, un magnífico recurso a las reivindicaciones de esa parte del mundo.

En multitud de frases, sobre todo de los primeros capítulos, se hace evidente su postura política: “Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes”. Y, en efecto, el desenlace de la novela parece dar a entender que el fin de la dictadura no va a conducir a la democracia, que el poder tan solo ha cambiado de manos. En la entrevista entre el ridiculizado Barón de Bernicarlés, ministro plenipotenciario de España y el orondo, próspero y chaquetero don Celes aparecen frases que nos traen ecos recientes: “El ideario revolucionario altera los fundamentos sagrados de la propiedad. El indio, dueño de la tierra, es una aberración demagógica que no puede prevalecer en cerebros bien organizados.

Comprendemos que las cosas no han cambiado tanto, que los problemas humanos son siempre los mismos y que lo que ocurría entonces sigue ocurriendo ahora, la sociedad es la de entonces, solo ha variado la técnica.

El escenario es un país paradigmático, compendio de otros países, del que se describen algunos espacios con gran expresividad, resaltando contrastes y siluetas en el juego de luces y sombras. Las descripciones están repletas de símbolos, pero no se trata de un paisaje estático sino siempre animado por la continua alusión a la fiesta y la charanga del pueblo, que van creando un ambiente mítico y mágico en el que tienen lugar los hechos que se narran.

La efigie del caudillo americano, acuñada por Valle es el de un hombre surgido del pueblo, del que reniega y al que traiciona en beneficio de su vasallaje al capital, la oligarquía o los Estados Unidos. De esta forma, se convierte en doblemente culpable pues, rodeado de secuaces, subyuga al pueblo del que procede que, desesperado, acaba rebelándose. Santos Banderas es un esperpento que Valle crea mediante la exactitud, el laconismo y una estética en ocasiones feísta. Pero no solo la sombra de un puñado de dictadores latinoamericanos planea sobre la de Banderas, también la del tirano Lópe de Aguirre que, ya en tiempos de Felipe II llegó a declarar la guerra al monarca y cuya figura ha sido glosada por cineastas y novelistas diversos.

Los personajes aparecen adscritos a dos bandos, los que desean continuar con la tiranía, encabezados todos ellos por Banderas, y los que trabajan para que esta desaparezca. Entre ambos hay un tercer estamento, el de los oportunistas, que apoyan la dictadura al principio para decantarse por el reciente estado de cosas en cuanto estalla la revolución.
Dentro o fuera de la camarilla del tirano, los gachupines (residuos de la dominación española) son los que se tratan con más rigor. Tanto don Celes, ricachón, avaro y correveidile del dictador, como Quintín Pereda, el prestamista sin escrúpulos, que con su avaricia y servilismo provoca incluso la muerte de un bebé, o el figurón ministro plenipotenciario y barón de Benicarlés, con el que utiliza la más pura rechifla, la impúdica caricatura, recurriendo a los tópicos de la pluma y los afeites para poner en evidencia sus atributos más chocarreros. Valle le pone en ridículo sin que su figura pierda un ápice de arbitrariedad en sus funciones, de crueldad, indolencia, falta de profesionalidad y egoísmo, y le hace temblar cuando se descubren las cartas a su amante sevillano. Este, apodado Currito Mi-Alma (nada menos), torero de profesión, es, de entre el grupo de españoles, quizá por su carencia de poder, al que se trata con más indulgencia. Se presenta como una figura simpática que, a pesar de esa relación, permanece al margen de la política.

Hay momentos de una intensidad dramática enorme, como la delación del prestamista que, al privar a Zacarías el Cruzado de su chamaco y provocar la necesidad de vengarle ayudando al Coronel de la Gándara, desencadena la revolución sin saberlo. Aquí se demuestra, una vez más, la sabiduría de Valle, su extraordinario conocimiento de la psicología humana, en este caso de la de aquellos que carecen de escrúpulos. Pero también del roto, del indio, del mestizo, del que no tiene donde caerse muerto, del desesperado, cuya valentía no es más que una huida hacia adelante porque se le ha despojado de todo y ya no tiene nada que perder. O la aparición de la hija demente, responsable de un par de desgarradores momentos en los que se muestra la faceta familiar del protagonista, tan anómala como todo lo demás. Escenas aún más decisivas son el mitin revolucionario en el Circo Harris, los episodios que culminan en la muerte del hijo de Zacarías el Cruzado y la venganza de este en la persona del prestamista, la organización de la conjura revolucionaria y la caída final del dictador.

La trama solo ocupa cuarenta y dos horas y produce gran impresión de verosimilitud debido al uso de la técnica de acciones simultáneas. Se atiene a un orden cronológico relativo, ya que el prólogo nos introduce en los preparativos para el ataque final a Banderas y solo entonces entramos en la novela propiamente dicha, dónde se explican con detalle los antecedentes de ese episodio.
Aunque prácticamente inaugura el subgénero de dictadores, la novela tiene un precedente en Facundo: Civilización y Barbarie de Domingo Sarmiento (1845). Su lenguaje y resto de recursos anuncian, como digo, el realismo mágico y, con el tiempo, creó escuela – en América más que en España – dando lugar a toda una serie de novelas de caudillaje durante los decenios subsiguientes. Ejemplos ilustres son: “El señor presidente”(1946) de Miguel Angel Asturias, “El recurso del método”(1974) de Alejo Carpentier, “El otoño del patriarca” (1974) de Gabriel García Márquez, “Yo El Supremo” (1974) de Augusto Roa Bastos y “La Fiesta del Chivo” (2000) de Mario Vargas Llosa.


PRIMERA EDICIÓN: 1926 – CLÁSICO - VARIAS EDICIONES

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