De profundis, de Oscar Wilde
De profundis no es más que una larga carta de amor escrita
por Wilde a su amigo Lord Alfred Douglas, desde la
cárcel, dónde fue recluido por la denuncia del padre de este que quería separarlos
a toda costa. Así, el niño mimado de la
buena sociedad londinense en su época, fue estigmatizado y condenado a trabajos
forzados, sentencia que se ejecutó de 1895 a 1897 y que tuvo una gran
trascendencia mundial, poniendo en peligro incluso la integridad de otras
personalidades de entonces.
A algunos puede parecerles un texto trasnochado, pero
para juzgar hay que conocer. La sensibilidad no pasa de moda, ni el clamor
contra discriminaciones e injusticias, tampoco la buena prosa, de la que ahora
andamos tan escasos, ni el testimonio sincero, en una época como esta, de caretas
y máscaras, en la que el arte pretende impresionar a toda costa valiéndose de
las ocurrencias más absurdas.
Wilde fue un auténtico esteta y un magnífico escritor. Esta
condición se manifiesta tanto en las estilizadas obras de su época de esplendor
como en esta amarga confesión, impregnada de poesía y auténtico sentimiento, de
recuerdos, reflexiones, argumentos y decepción absoluta. Ser traicionado por
quien goza de tu absoluta confianza es como salir a la intemperie y sentir los
mordiscos del aire helado, de todos los lobos que jamás hubieras pensado fuesen
a acecharte. Después de haber perdido su hacienda, su reputación y su libertad,
el muchacho frívolo y despreocupado que contemplaba la vida con agudeza pero
desde la atalaya de su acomodada posición social, se había convertido en otra
persona, en un hombre más pesimista, puede que también más objetivo, al poder
contemplar, de repente, la cara oculta que le había estado vedada hasta
entonces.
A pesar de todo –y de que reclama una respuesta– no pierde
la dignidad en ningún momento y, como lo que pretende con esta misiva es
liberar su ánimo, una vez constatados los hechos decide cargar con el peso de
la culpa y perdonar al joven Alfred generosamente.
Encontraron la excusa en la homosexualidad de Wilde, pero
el detonante, en realidad, no fue otro que la envidia. Pesase a quien pesase,
tenía verdadero talento, capacidad de observación, fina ironía, genio para la
sátira. Nunca se le perdonó su enorme éxito, sobre todo porque no podía negarse
que estaba justificado. El marqués de Queensberry les sirvió en bandeja su
fama, ya solo tenían que destruirla. Se extinguía el siglo XIX y el puritanismo
de la sociedad victoriana favorecía esas injusticias. ¿Estamos ahora a salvo de
las nuestras? Por supuesto, pensamos que sí pero yo no pondría la mano en el fuego.
¿Qué reproches nos harán dentro de (solo) 116 años los futuros habitantes del
planeta? Eso, suponiendo que no lo hayamos destruido ya.
PRIMERA EDICIÓN: 1905 – CLÁSICO – VARIAS
EDICIONES
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