El extranjero, de Albert Camus


 
Hace poco más de un mes, el mundo de la cultura celebraba el centenario del nacimiento de este escritor francés, tan genial como controvertido aunque parezca paradójico. Daba la impresión de haber caído en el olvido y, sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, las conferencias, homenajes, congresos, mesas redondas y proyecciones sobre el personaje y su obra han proliferado como setas. Los clubes de lectura han desempolvado sus libros. Algunos de ellos han vuelto a reeditarse. Todo el mundo, incluso los que ni siquiera han oído hablar de él, se ha puesto a leerle febrilmente, a confesar su admiración, a participar en conversaciones de enterados. Poco a poco, va pasando la fiebre. Hasta el próximo siglo puede dormir tranquilo Camus. O puede que no tenga tanta suerte, le quedan solo cuarenta y seis años para que vuelvan a despertarle de su sueño, justamente los que vivió, los mismos que quedan hasta el aniversario de su fallecimiento.

Es bueno recordar a los grandes. Sobre todo cuando el recuerdo es sincero; si en lugar de charlatanería hay admiración real por su obra. No creo que este sea el caso. Puede que en Francia sí, pero en España su tumba estaba bien cavada en lo hondo. Y es comprensible. Por mucho que lo nieguen los fabricantes de eventos, nunca ha sido –ni será –un autor comercial. Tampoco hace ninguna falta. Está bien recordarlo de vez en cuando, sobre todo para darlo a conocer a los más jóvenes, pero con tanta charlatanería estamos fabricando un Camus falso. Puede dar la impresión de que su lectura es sencilla, sus contenidos amables, su visión del mundo superficial, que cualquiera lo ha leído de principio a fin como si se hubiese bebido un vaso de agua. Y Camus era mucho Camus. ¡Cuidado con él! A muchos no les va a gustar. Pero nada de nada ¿eh?

Con todo este barullo, y aunque casi siempre me niego a releer, hasta a mí me han arrastrado a revisarle. Aunque de mala gana, decidí desempolvar El extranjero. No me ha resultado fácil, porque hasta ahora lo tenía en un altar y me daba miedo lo que podía encontrarme después de tantos años de lecturas y vivencias. De acuerdo que es un clásico, una obra de arte indiscutible, pero aún así nunca sabes cómo vas a reaccionar. Por mucho que te esfuerces en labrarte un irreprochable gusto estético, no puedes valorar lo que han hecho con él los años y los libros, te conformas con suponer que ha sido para bien. Sin embargo, cuando tu valoración fue la máxima hace tantísimo tiempo, piensas que es imposible que se haya mantenido igual. Entendedme, es sumamente arriesgado someter al subconsciente del paladar estético a una exploración como esa. 

Tengo que decir que he triunfado. El extranjero no se ha movido de su altar y, de momento, no pienso arriesgarme con el resto de su obra.

A estas alturas, no voy a decir nada nuevo de esta intensa disección de la vida y del hombre. Tan solo recomendar su lectura a todo el que pase por aquí y no conozca todavía a Camus. Añado que no esperen encontrar una trama complicada, hechos sorprendentes ni personajes extraordinarios. Se trata de una obra corta y sencilla que, con su prosa desnuda, desvela verdades como puños sin que apenas se note ni darse ninguna importancia. Es difícil escribir así, y más todavía profundizar como se hace con  tan solo un puñado de hechos nimios. También señalaría a ese lector poco avisado que si llega a apreciar El extranjero puede que a partir de ahora le resulten insípidas algunas de sus lecturas anteriores. No importa. Ni perderán nada si tiran por tierra el programa previsto, pues sigue habiendo mucho que leer.

El argumento es lo de menos y, a la vez, lo es todo, así que sería un error por mi parte desvelarlo aquí. En cuanto a su deuda con la filosofía existencialista, doctores tendrá la iglesia que lo explicarán mejor que yo. Sí me gustaría aclarar que no existe intención moral –es decir, no se pretende juzgar al personaje– ni tampoco psicológica. Sus rasgos individuales, sean del tipo que sean, no tienen la menor importancia. Lo destacable es que representa al ser humano en general con todo lo que tenemos en común. Uno de los grandes méritos de la novela consiste en reflejar fielmente la forma que tenemos de caminar por la vida. Somos un ente que ve y escucha, al que asaltan sensaciones muy concretas: calor, sed, cansancio. En consecuencia, nuestros actos son mucho más irreflexivos de lo que creemos, los pensamientos abstractos, las reflexiones trascendentales no salen a nuestro encuentro a menudo. El primer Mersault aparece completamente apegado a la tierra, sus apreciaciones son prosaicas, se guía por impulsos primarios, pues todo cuanto le rodea es común y corriente; el mundo está bien y en calma –hasta aquello que podría considerarse un drama es cotidiano y previsible– como cualquiera de nosotros en nuestra vida diaria. No existe cuestionamiento vital, sentimentalidad apreciable o pensamientos trascendentes. Hasta la segunda parte, cuando sobreviene la catástrofe y el destino más dramático le sale al encuentro por fin. Es entonces cuando lo cerebral deja paso a lo emotivo: “… por primera vez desde hacía muchos años tuve un estúpido deseo de llorar porque sentí cuánto me detestaba aquella gente.”

Y la atinada concisión de las descripciones se convierte ahora en reflexiones tan bellas como estas:
Pensé a menudo entonces que si me hubieran hecho vivir en el tronco de un árbol seco, sin otra ocupación que la de mirar la flor del cielo sobre la cabeza, me hubiera acostumbrado poco a poco. […] Después de todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol seco. Había otros más desgraciados que yo.”

 ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía escogerme a mí y conmigo a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo condenarían
Manejo la misma edición que leí por primera vez, traducida por Bonifacio del Carril que, por desgracia, y a pesar de los magníficos textos que anteceden, no siempre logra sacar al texto todo el lustre que debería. Aunque se lee francamente bien, encontramos errores de bulto (“sobre mi mesa se apilaba un montón de conocimientos” “redarguyó”), traslaciones demasiado literales (“al mismo tiempo ensayaba no perder el hilo del inventario”) y galicismos sintácticos (“espero que los perros no ladrarán esta noche” “el ujier leyó unos nombres que me atrajeron la atención”).
 
PRIMERA EDICIÓN: 1942 – CLÁSICO – VARIAS EDICIONES 

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