El libro de Blam, de Aleksandar Tišma
No conozco las razones que llevaron a Aleksandar Tišma a titular como El libro de Blam esta novela, pero lo puedo entender perfectamente. El protagonista es, en este caso, el verdadero eje de todo lo que se cuenta, la figura omnipresente sin la cual no se pondría en marcha ni se desarrollaría ninguna acción. Si bien se utiliza la tercera persona –a cargo de un narrador omnisciente que conoce el pasado y puede infiltrarse en los pensamientos– el punto de vista es, sin ninguna duda, el del personaje. El autor aborda de una forma muy particular el relato, no discrimina entre elementos narrados, pensados o descritos, a menudo nos sorprende con giros inesperados, porque estamos viendo el mundo a través de los ojos de un perdedor que se arrastra fantasmalmente, convencido de lo injusto de su existencia. Alguien que considera su victoria una derrota. Que el azar le ha jugado una mala pasada. Ese es el motivo de su merodeo taciturno, de esa inacción y ese rememorar constante, pero no lo descubriremos hasta las ultimísimas páginas.
De
nuevo el tema del holocausto. Pero esta vez sin ninguna pretensión de dejar
constancia. En lugar de una exposición objetiva de los hechos, encontramos dolor
en estado puro, aceptación resignada, constante repulsión por uno mismo. Blam
se reprocha, no solo tener la osadía de continuar vivo, incluso ser la cabeza
portadora de esos recuerdos y pensamientos sombríos que aseguran la persistencia
de lo que ocurrió. Que, por otra parte, también presenció Novi Sad, la urbe
que vio nacer a Tisma. Ella es, junto con Blam, testigo de los hechos y, por
tanto, conserva igualmente el estigma de haber estado allí, de recordar con su
presencia lo innombrable. Con la mirada que nos presta el personaje, podemos
ver sus calles, habitantes y edificios. El magistral enfoque del autor logra tocar
nuestra fibra sensible prescindiendo de alharacas tremendistas.
Pero
sí escalofriantes. Como cuando la óptica de unos seres irracionales pone de
manifiesto lo irracional de la conducta de los hombres. Esos perros que…“… después de haber trotado al lado de los deportados, se quedaban delante en la acera, puesto que ni sus amos ni los guardias les dejaban cruzar la verja. No eran muchos, cinco o seis a lo sumo (…) pero esos pocos perros, sin embargo, habían burlado la conspiración, y con la confianza y las limitaciones propias del animal se obstinaron en permanecer lo más cerca posible de aquellos a quienes creían aún pertenecer. Esto resultó ser un imprevisto penoso, tanto para los judíos, que al salir del retrete, o en busca de agua, debían casi esconderse, temiendo que sus perros los reconocieran y que con sus muestras de afecto y tentativas de acercamiento los obligaran a romper de nuevo con un mundo del que ya se habían despedido con dolor…”
Lo
que queda, después de tantos años son las actitudes y el eco que encuentran en
la conciencia. La pervivencia del mal en la época presente y en todas, su sinrazón,
la cerrilidad mental que manifiesta –esa banalidad que mencionaba Hannah
Arendt en su crónica sobre el juicio a Adolf Eichmann. Cualquier hecho –pasado o
presente (y de este tenemos, por desgracia, bastantes ejemplos)– debería servirnos
para presentar una oposición feroz a toda esa arbitrariedad, esa
discriminación, esa crueldad que parecen estar inscritas firmemente en nuestro
ADN y que jamás merece ninguna víctima.
La
vertiente opuesta del asunto es la venganza, que Blam declina cortésmente cuando
alguien se la presenta en bandeja en una atinada escena onírica. Desde ese
momento, el aura de dignidad del personaje resplandece más que nunca.
Y el remordimiento, que siempre ha estado presente, aunque no de forma tan explícita, se nos muestra sin tapujos por fin:
“… ¡Había dejado pasar la oportunidad de vivirlo él mismo! La oportunidad de ponerse delante del fusil como sus padres, delante de los gendarmes como su hermana, de hacer el camino del Danubio como Slobodan Krkljus y agacharse, sordo a las advertencias, llevado por su primer pensamiento, el pensamiento de ayudar al viejo caído...”
Sin palabras.
PRIMERA
EDICIÓN: 1972 – CLÁSICO (VARIAS EDICIONES) – PÁGINAS: 272 (aprox.)
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