Los Cien Años de Soledad que nos esperan (¡Hasta siempre G. García Márquez!)

A mis diecisiete años, mi segunda madre y abuela decidió despedirse de su pueblo. Y allá fuimos las dos, nos alojamos en un hotel y, mientras ella hacía visitas a su infancia enterrada muchos años antes, conocí al héroe de esas fiestas, un chaval larguirucho y a punto de cumplir los veinte que se había tirado al ruedo esa tarde dejándonos aterradas a las foráneas y a mí. Tras la faena me sacó a bailar, luego me invitó a una ración de marisco y, mientras respondía a abrazos felicitaciones y palmaditas en la espalda, se las arregló para deslizar en mi monedero un papelito con su nombre completo y dirección.
 
Gracias a la correspondencia que mantuve con él, me enteré de la existencia de esa fuerza de la naturaleza titulada Cien años de soledad. Su lectura supuso para mí un cataclismo. Descubrí un nuevo lenguaje poético en prosa, bronco y directo, misterioso y sugerente, anclado en la realidad y sumergido en los sueños, radicalmente distinto a cualquier cosa que hubiese leído hasta entonces. Me enfrenté con los mitos y creencias del continente americano, con las penalidades reales de un mundo en construcción cuando yo apenas había llegado a la adultez, conocí una epopeya ancestral narrada con ojos contemporáneos, muy distinta a la visión europea de la vida –anclada en la civilización grecorromana– que me habían presentado en el colegio. En una palabra, crecí de sopetón gracias a esa novela, a su autor, a todas las experiencias que vivió en Aracataca y que acabaron dando forma a ese Macondo mítico, inabarcable, tan mágico como inquietante; angustioso, primitivo y, sin embargo, actual, donde la intuición de su autor superó, probablemente, al raciocinio, llevándole a plasmar las fantasías, inquietudes y afanes de la especie humana de todos los tiempos. 
Todos hablan de la primera frase, yo la recuerdo bien. Volvía a casa en autobús, era invierno y había anochecido hacía rato. Abrí el libro, que desde la mañana bullía en mi mochila mezclado con manuales de pedagogía y cuadernos de anillas intentando hacerse notar, y luché por distinguir aquellas letras borrosas a la rácana luz de una placa amarillenta. Fue como recibir un bombazo entre los ojos. Aun así, mantuve la compostura y devoré ávidamente esas primeras páginas. Iba de pie, los trabajadores y estudiantes que, como yo, regresaban a casa para la cena, me empujaban por todos lados sin conseguir que levantase la vista. Los dedos me temblaban pero solo yo me daba cuenta. Supongo que llegué a mi parada y tuve que cerrar el libro, que la vida continuó a partir de entonces, supongo que comí, dormí y charlé durante los días que lo estuve leyendo. Me consta que me mantuve aferrada a sus páginas hasta que llegué a la última línea y pude cerrarlo, por fin, tras la última (y portentosa) experiencia. Otro mazazo en la nuca. Uno más.


Mucho más tarde, otra universidad me obligó a leerlo por segunda vez. No me gusta releer, habían pasado más de diez años, me daba un poco de pereza. La vida había cambiado mucho, casi se había vuelto del revés. Igual que yo. Da vértigo visitar los rincones que tanto amamos, creemos que los vamos a mirar con otros ojos, que quizá hayan perdido el encanto, ese lustre que nos mostraron en su día.
 
Pero Cien años de soledad se mantendrá incorruptible siempre. Como esos santos que –según cuentan aunque juro que nunca lo he visto– sangran una vez al año, o mantienen un cutis terso, lozano y fragante, nunca he entendido bien en qué consiste. No sé si hay algo de verdad en todas esas leyendas, pero me consta que la novela de García Márquez –muchas de ellas, pero esta sobre todo– nunca va a envejecer. Porque cuenta quienes somos, porque habla de lo más profundo del hombre, de sueños, afanes y creencias, de muertes y nacimientos, de lo que, por encima de generaciones y catástrofes, no morirá nunca.

A pesar de estar eternamente agradecida a aquella revelación y a su responsable, pienso –siempre lo he pensado– que conocer a García Márquez precisamente a través de esta obra ha sido una auténtica desgracia. Consiguió que, durante mucho tiempo, fuese injusta con él, que devorase todo lo que había publicado e iba publicando sin saciarme nunca, pidiéndole más, mucho más, lo que nadie puede dar, lo humanamente imposible. Había emprendido la aventura de conocer al monstruo, pero lo había hecho al revés, y cualquier cosa que leyese a partir de entonces iba, inevitablemente, a salir perdiendo.

Con el tiempo fui madurando y me obligué a ser objetiva. Disfruté de todo lo suyo, con alguna excepción, y comprendí que, igual que no puede haber más que un Cien años de soledad, tampoco habrá nunca más que un Gabriel García Márquez. Y que, si alguna vez nos abandonara, si, por casualidad, no fuera eterno, nos sentiríamos tan huérfanos y solos como aquellos personajes que vivirán para siempre dentro y fuera de sus obras.

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