El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura

No me suele gustar la novela histórica. Sobre todo desde que empezaron a proliferar esos productos ligeros con los que se convence a los lectores de que leyéndolos matarán dos pájaros de un tiro: aprender historia y disfrutar de una buena narración. Pero es obvio que eso no es verdad, en ninguno de los sentidos, y quienes lo crean están equivocados doblemente.

Tampoco me convencen las etiquetas comerciales. Una novela es, en principio, buena o mala independientemente del subgénero a que pertenezca. Naturalmente, se han escrito novelas magníficas que pueden clasificarse como históricas, pero su calidad las avala por sí mismas, independientemente del género.

En este caso, todo el que no esté demasiado al tanto de las circunstancias del asesinato de Trotsky se enterará de muchas cosas.

Él autor explica su propósito fundamental:
“… quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida. Por eso me atuve con toda la fidelidad posible (recuérdese que se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas) a los episodios y la cronología de la vida de León Trotski en los años en que fue deportado, acosado y finalmente asesinado, y traté de rescatar lo que conocemos con toda certeza (en realidad muy poco) de la vida o de las vidas de Ramón Mercader, construida(s) en buena parte sobre el filo de la especulación a partir de lo verificable y de lo histórica y contextualmente posible. Este ejercicio entre realidad verificable y ficción es válido tanto para el caso de Mercader como para el de otros muchos personajes reales que aparecen en el relato novelesco —repito: novelesco— y por tanto organizado de acuerdo con las libertades y exigencias de la ficción”
En cuanto a la parte novelada, emocionará a cualquier lector al situarle frente a un puñado de personajes repletos de matices, además de proporcionarle un innegable goce estético. Destacaría la personalidad despiadada de Caridad, la madre de Ramón –si no se tratase de un personaje real su nombre parecería una sátira–, una mujer impulsada por un fanatismo sin límites, que palpita en estas páginas, devuelta a la vida por obra y gracia del arte. O esa otra, crédula y sumisa primero, despechada después: Sylvia Ageloff, la novia trotskista de Mercader, a la que en realidad detestaba y a la que se acercó con el único objetivo de romper la burbuja que aislaba a su futura víctima.  Y ¿qué decir de su proteico mentor? Ese que aparece en cada ocasión con un nombre diferente y al que se identifica con facilidad por esa particular relación que mantiene con su protegido a lo largo de tantos años. O el propio Ramón Mercader y el impresionante relato de la evolución de su personalidad –probablemente, uno de los mayores aciertos de la novela–, que Padura recrea con todo detalle y de forma más que convincente, consiguiendo que el lector pueda ver su interior y se sienta partícipe de todo lo que siente y piensa. Así cuenta Padura cómo le entrenaron. (En esta escena, el Soldado 13 es él)

—¡Soldado 13! —dijo Karmín—, ya lo sabes... Frente a ti hay un perro trotskista enemigo del pueblo. ¡Mátalo!
El Soldado 13 escogió el puñal de campaña del ejército inglés. Apenas lo aferró, sintió cómo su piel se calentaba hasta no percibir el frío, mientras sus músculos se convertían en una prolongación de la hoja de acero y sus pies en serpientes que reptaban hacia la víctima. (…) El Soldado 13 contuvo la respiración, dispuesto al ataque. Dejó su mirada en los ojos de la presunta víctima y, con un arco cerrado, proyectó el brazo desde su costado derecho, buscando la yugular del hombre cuyos ojos no perdieron la expresión de terror hasta que el puñal se le clavó en el cuello y, un segundo después, lanzó un estertor de sangre que escapó por su boca y fue a dar en el pecho del uniforme negro y acolchado de su verdugo. El Soldado 13 sintió en el hombro el peso muerto del hombre, sostenido por el puñal, hasta que vio cómo se derrumbaba y dejaba libre el acero dentado, del que cayeron unas gotas más de sangre sobre la nieve ya enrojecida. El Soldado 13 nunca recordaría si en algún momento había sentido frío.”
(Cap, 14)
Tampoco era nada fácil retratar a Trotski, presentarnos a un líder de carne y hueso en la última etapa de su vida, que lo encontremos cotidiano y que, sin embargo, sea capaz de sorprendernos. Sin olvidar las creaciones originales de Padura. Por encima de todos, Iván. Ese protagonista que sirve de aglutinante en todo el conglomerado de fragmentos tan diversos. O el Ramón Mercader radicado en Cuba, tan imaginario como los otros, así como la extraña –pero verosímil– amistad que se establece entre ambos. Podría haber ocurrido así, ¿por qué no?

El conjunto posee dos vertientes –la histórica y la de ficción– y se encuentra estructurado en tres partes que se alternan: la que recrea la vida de Trotski, la que sigue los pasos de Mercader, y una tercera, completamente inventada, que sirve de nexo de unión de las otras. Siguiendo un orden cronológico, que se trastoca cuando el autor lo considera oportuno, van alternándose los tres planos, que se quedarán en dos a la muerte de Trotsky y en uno cuando muere Ramón. El resto quedará a cargo de Iván, personaje ficticio, tercer protagonista e hilo conductor del argumento.

La prosa es atractiva y versátil, pues ha de adaptarse a los múltiples registros de los que el autor ha de echar mano en una trama tan compleja como esta.

Un elemento que, en mi opinión, desentona algo en el conjunto, sería el largo paseo, imaginado por Padura, de Mercader y Eitingon por las calles de Moscú tras un supuesto reencuentro al salir ambos de la cárcel. En lugar de una escena de la novela, parece más bien el trazado de una ruta turística para ilustrar al lector sobre los avatares que sufrió la ciudad en esos tiempos y, en general, toda Rusia. Me parece que ha quedado monótono e irreal y que no aporta nada al resto.

En cuanto a la inclusión de los galgos rusos en la trama, me siento dividida. Por una parte es un símbolo sugestivo y poético que funciona muy bien como motivo recurrente, pero por otra lo encuentro demasiado artificioso en un texto que, por su propia naturaleza, debería limitarse a cuestiones realistas.

Recuerdo obras excelentes sobre los hechos que se narran aquí, como la biografía titulada El grito de Trotski, o La segunda muerte de Ramón Mercader, novela de Jorge Semprún. Sí, la verdad es que se ha escrito mucho sobre aquello, pero eso no quita ningún mérito a un autor, al contrario, convierte su tarea en algo todavía más difícil porque las comparaciones nunca han gustado a nadie.
 
PRIMERA EDICIÓN: 2009 – TUSQUETS  EDITORES (COLECCIÓN ANDANZAS) – PÁGINAS: 584

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