Ideología implícita en Sonata de primavera, de Ramón del Valle-Inclán
Siempre me ha resultado curioso el orden de publicación de las Sonatas. Valle Inclán comenzó con la de Otoño, fue descendiendo hasta llegar a la juventud, para acabar de la forma más lógica, con el invierno de la existencia.
En el
prólogo a la edición que manejo, González Rovira alude a la querencia del autor
por los ciclos narrativos, algo que se hace evidente al repasar el conjunto de
su obra. A la presente tetralogía le sucede la trilogía de las guerras carlistas y los dos volúmenes de El ruedo ibérico que formaban parte de proyectos inconclusos mucho
más ambiciosos. Y ratifica el carácter de
hijo pródigo del 98 generalmente atribuido al escritor:
“Las diferencias aumentan si seguimos comparando otros aspectos de las creaciones de Baroja, Azorín y Valle Inclán: a la mediocridad de unos protagonistas de origen pequeño burgués o provinciano, opongamos un noble marqués, de vida aventurera, a la apatía y la renuncia a la acción vital de personajes contemporáneos de sus autores, las constantes peripecias de un hombre de acción en las décadas centrales del siglo XIX, a la enfermiza dependencia de las mujeres, el carácter donjuanesco que se le atribuye ya desde el principio, a la vulgaridad de las mujeres (sic) a las que se someten, la presencia de condesas o novicias como objeto de seducción, a la adusta ambientación urbana madrileña o alicantina, la riqueza de escenarios como Italia, México, una Galicia de palacios aristocráticos y una Navarra en plena guerra carlista; a la sequedad de la prosa barojiana o la morosidad estilística de Azorín, la exuberancia modernista de Valle Inclán.”
Javier González Rovira, Introducción a Sonata de primavera,
Edición El País
(Clásicos españoles) Pgs. 9-10
Al margen
de cuestiones discutibles, como “la
vulgaridad de las mujeres” representadas por Azorín y Baroja, o el hecho de
que los paisajes italiano, navarro, mejicano y gallego parezcan más ricos al
prologuista que los de Madrid y Alicante, la casi totalidad de los rasgos
definitorios de Valle se encuentran condensados en este fragmento. Otra
diferencia entre ambas realidades, señalada un poco más allá, es que los
conocidos como noventayochistas caracterizan el espíritu de la época, mientras
que del modelo vital representado por el marqués de Bradomín ya no queda ni
rastro.
¿Forma de
vida caduca? Quizá no tanto. Aún se mantiene el dilema entre el carácter de
alter ego o de modelo idealizado del personaje respecto a su creador, lo que
significa que el propio Valle habría llevado una vida muy similar a la del
marqués o la consideraría, al menos, una aspiración razonable.
Es lo que
tienen los clásicos: nunca acaban de leerse, cada vez que se revisan arrojan
nuevas facetas. Además del complejo universo que presentan hay que contar con que
el lector, una vez conocida la trama, descubrirá aspectos que antes había
pasado por alto. Lectura tras lectura, vamos perfilando la mentalidad que
subyace en el texto, atribuible tanto al autor como a la sociedad que lo moldeó
en su día. Nunca hay que perder de vista ese caldo de cultivo, de lo contrario estaríamos
enfocando anacrónica y erróneamente lo que se escribió mucho tiempo atrás.
Pero, como
tampoco es cuestión de limitarse a repetir lo ya dicho, mi intención es obviar
la mayor parte de lo que puede consultarse en cualquier manual de literatura y aportar
mi propia visión –desde mi identidad de orlandiana
y mi óptica del siglo XXI– con los prejuicios y creencias de hoy, sin que
esto suponga ningún reproche por mi parte a lo que fue como ha sido porque no
podía ser de otro modo.
El marqués
de Bradomín representa el donjuanismo clásico adaptado a los esquemas de
finales del XIX con su correspondiente derrotismo a raíz de lo ocurrido en 1898
y demás. Pienso que ese carácter pesimista está tan presente en Valle como en
sus compañeros de generación. Es verdad que pretende ir más allá mediante
piruetas desenfadas y anécdotas galantes, pero el trasfondo dramático que
aparece en todas ellas no puede llamarnos a engaño. Podemos disfrazarlo de
frivolidad, recargarlo con lujos, disfrutar de palacios suntuosos y recargados
jardines, santiguarnos como santurrones, pero la maldad –presente en Italia, en
España y en todas partes– no tiene arreglo. Aunque soy de letras, lo expresaré con
una sencilla fórmula:
HIPOCRESÍA BEATA + SEXISMO AÑEJO = TRAGEDIA
Y no voy a
defender yo la hipótesis, dejaré que hable Valle Inclán:
“El Colegial Mayor también dejaba oír alguna vez su voz grave y amable. Cada palabra suya producía un murmullo de admiración entre las señoras. La verdad es que cuanto manaba de sus labios parecía lleno de ciencia teológica y fe cristiana. (…) Yo era el único que allí permanecía silencioso y acaso el único que estaba triste. Adivinaba, por primera vez en mi vida, todo el influjo galante de los prelados romanos, y acudía a mi memoria la leyenda de sus fortunas amorosas. Confieso que (…) tuve celos, celos rabiosos del Colegial Mayor. (…) en medio del silencio el Colegial Mayor se acercaba a mí. Posó familiar su diestra sobre mi hombro (…) Nos miramos de hito en hito, con un profundo convencimiento de que fingíamos por igual y nos separamos.”
Ramón María del Valle-Inclán
Hablando
en plata: la tan cacareada castidad ya era un timo en esa época.
“María Rosario lloraba en silencio y resplandecía hermosa y cándida como una Madona, en medio de la sórdida corte de mendigos que se acercaban de rodillas para besarle las manos. Aquellas cabezas humildes, demacradas, miserables, tenían una expresión de amor. (…) María Rosario también tenía una hermosa leyenda y los lirios blancos de la caridad también la aromaban. Vivía en el Palacio como en un convento. (…) María Rosario hubiera querido convertir el Palacio en un albergue donde se recogiese la procesión de viejos y lisiados, de huérfanos y locos que llenaba la capilla pidiendo limosna y salmodiando padrenuestros. (…) También ella era santa y princesa. (…) Tiemblan las oraciones en sus labios, tiembla en sus dedos la aguja que enhebra el hilo de oro, y en el paño de tisú florecen las rosas y los lirios que pueblan los mantos sagrados.”
Renglones
más allá, el Marqués –que es quien habla– confiesa que esa mujer, una niña de
apenas veinte años, fue el único amor de su vida. Posiblemente, el personaje –y
los modelos en quien está inspirado– fuesen sinceros en su piedad y candidez
(palabra que Valle repite cada vez que se refiere a ella). Por mi parte, y es
posible que esto lo haya dicho alguien antes, no descarto que, bajo la apacible
aprobación de ese estado de cosas, subsista una feroz crítica social. Recordemos
que se trata del mismo Valle que satirizó con toda agudeza y ninguna piedad al dictador
apodado Tirano Banderas. Y es tan diáfano el contraste entre el ostentoso
palacio y la vida regalada de la futura novicia que no parece una descripción
casual. Es más, a mí todo eso de la fascinación por la muchacha a la vez que va
describiendo el edificio y las costumbres de quienes lo habitan me parece una
forma de sátira, tan aguda como la de la novela americana, aunque disfrazada
para hablar de las costumbres de casa. Aún así, y por si acaso, no sitúa la
acción en España sino en la vecina península, en su gemela geográfica, para
entendernos.
“Salimos al corredor que estaba solo, y sin poder dominarme estreché una mano de María Rosario y quise besarla, pero ella la retiró con vivo enojo: -¿Qué hacéis? - ¡Que os adoro! ¡Que os adoro! Ella suspiró con angustia: -¡Dejadme! ¡Por favor! Dejadme. Y sin volver la cabeza, azorada, trémula, huía por el corredor. Sin aliento y sin fuerzas se detuvo en la puerta del salón. (…) María Rosario se detuvo bajo la lámpara y entró. Yo entré detrás atusándome el mostacho. María Rosario se detuvo bajo la lámpara y me miró con ojos asustados, enrojeciendo de pronto. Luego quedó pálida, pálida como la muerte.”
Esta
persecución, de una chavala que no sabe nada del mundo y que está a punto de
entrar en un convento convencida por su ambiente de una fuerza sobrenatural la
reclama, se repite constantemente a lo largo de la novela. Mujeres a las que se
niega la vida y ni siquiera se les considera libres de culpa cuando un ocioso
petimetre como Bradomín se empeña en acosarlas. Hoy, con la instrucción y
relevancia social (relativa) que hemos adquirido las mujeres, esto sería motivo
de denuncia a la autoridad, pero entonces (y todavía ahora en muchos casos)
este comportamiento queda impune. El propio Valle absuelve al seductor –que no
consigue sus propósitos por la oposición irreductible de ella– dejando que se
vaya de rositas, y condena a la inocente castigándola con dos penas terribles.
Aquí no
veo ninguna carga crítica sino la convicción de que la mujer es propiedad de
los varones y los trofeos hay que airearlos. Incluso si, como en este caso, no
se consigue nada pero la caza resulta tan enconada y difícil que haberlo
intentado hasta el final y no dejar impune ese rechazo, al contrario, haber desbaratado
toda una vida tan ordenada y metódica, puede considerarse una muesca más en el
revólver. Veamos el colmo del cinismo:
“Aquella niña era cruel como todas las santas que tremolan en la tersa diestra la palma virginal. Confieso que yo tengo predilección por aquellas otras que primero han sido grandes pecadoras. Desgraciadamente María Rosario nunca quiso comprender que era su destino mucho menos bello que el de María de Magdala. La pobre no sabía que lo mejor de la santidad son las tentaciones.”
En
conjunto, la prosa resulta tan almibarada, el escritor carga tanto las tintas
en lo angelical y candoroso y, por otra parte, insiste tanto en la falsedad y
el contraste, que todo lo que cuenta parece una chanza de Valle
convenientemente aderezada al gusto de la época para que parezcan las
confesiones sinceras de un caduco y arrepentido marqués. Una conclusión, por lo
demás, obvia: en casi todas las escenas sus triquiñuelas quedan claramente al
descubierto. Este es un pensamiento que aparece cuando la tragedia está a punto
de ocurrir, podríamos decir que es el motor que la pone en marcha:
“Yo tenía lágrimas en los ojos y sabía que, cuando se llora, las manos pueden arriesgarse a ser audaces.”
En ese
cruel juego del astuto gato con el inocente ratoncillo, Bradomín puede
permitírselo todo porque está “íntimamente
convencido de que el Diablo tienta siempre a los mejores”. Cada vez
entiendo más la admiración, rayana en la obsesión, de un contemporáneo como Umbral -aunque ya no esté- por un personaje como este, hasta a mí me gustaría tenerlo cerca y poder
observarlo a mis anchas. Y no me refiero al Marqués.
PUBLICACIÓN: 1904 – (CLÁSICO: VARIAS EDICIONES)
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